sábado, 30 de enero de 2010

Sobre la Globalización

La globalización de la pobreza. Cómo se enriquecieron los países ricos …y por qué los países pobres siguen siendo pobres. Erik S. Reinert, Ed. Critica, Barcelona, 2007.
Foro social mundial. Porto Alegre. Otro mundo es posible. Manuel Monereo. Miguel Riera. Ed. El Viejo Topo, 2001.
Mary Kaldor. Las nuevas guerras, Barcelona. Ed. Tusquets, 2001.
U.Beck ; Sobre el terrorismo y la guerra, Barcelona; ed. Paidós, 2003.

LA GLOBALIZACIÓN
La globalización-tal como la interpretan las instituciones de Washington, el Banco Mundial y el FMI- es una práctica de integración muy rápida de todo tipo de países: ricos y pobres. Hay muchos argumentos a favor del libre comercio y de esa integración; algunos culturales, como que el libre comercio fomenta los contactos y la comprensión entre diferentes naciones y culturas; pero la mayoría son de naturaleza económica. En cuanto a la esfera de la producción, hay muchos argumentos tanto a favor como en contra. Un argumento a favor de la globalización con respecto a la producción de bienes y servicios, es que si aumenta el mercado se producen más unidades, entonces serán más baratos los bienes. Esto teóricamente va a mejorar el bienestar de todos. Otra razón a favor del libre comercio es que la innovación y el cambio tecnológico se puede distribuir a un mayor número de consumidores, además al menor coste. Asimismo, la economía global plantea que cada país podrá desarrollar sus propias redes de complementariedad y competencia; la magnitud de los mercados daría lugar a una integración económica con una mayor división del trabajo, más especialización y nuevos conocimientos.
Todos estos argumentos apuntan a los grandes beneficios potenciales ya sea para productores o consumidores, gracias a la integración. Las nuevas oportunidades de salarios más altos y/o bienes y servicios más baratos, explican la espectacular riqueza de algunos países.No obstante, no todos los bienes y servicios dan lugar a rendimientos crecientes al expandirse la producción; cuando los costes fijos son muy altos se dan importantes economías de escala o rendimientos crecientes, lo que a su vez crea barreras a la entrada de competidores; y se crea una estructura oligopolista. Los países especializados en el suministro de materias primas al resto del mundo alcanzarán más pronto o más tarde el momento en que su rendimiento comience a decrecer. La ley de los rendimientos decrecientes dice esencialmente que cuando un factor de la producción procede de la naturaleza-como la agricultura, la ganadería, la pesca o la minería-, a partir de cierto punto la adición de más capital y/o más trabajo proporcionará un rendimiento más pequeño por cada unidad de capital o trabajo añadido. Los recursos naturales suelen ser de calidad variable; además de que pueden ser difíciles de renovar a causa de un consumo excesivo.
Reinert hace hincapié en cómo un país que se especializa en producción de materias primas y carece de una industria “fuerte”; ante la velocidad de la globalización, experimentará una desindustrialización. Bajo la globalización asimétrica desaparece prácticamente toda la incipiente industria. Los países ricos se especializan en ventajas comparativas producidas por el hambre, mientras los pobres se especializan en ventajas comparativas proporcionadas por la naturaleza; los recursos naturales ocasionarán rendimientos decrecientes, pues normalmente se utilizan los de mejor calidad, que pronto se agotan y son difíciles de renovar. El desarrollo sostenible global depende de que los países pobres creen empleo fuera de los sectores de rendimiento decreciente; en particular fuera de los sectores basados en producción de materias primas. Por otra parte, las oportunidades de innovación o cambio tecnológico están desigualmente distribuidas en cada momento entre las diversas actividades económicas. Un país siempre puede especializarse en actividades económicas en las que ni con todo el capital del mundo se podrían generar innovaciones y aumento de la productividad; este mecanismo posibilita que un país se especialice en ser pobre.
Las nuevas tecnologías y las innovaciones requieren y fomentan nuevos conocimientos, favoreciendo actividades económicas caracterizadas por altos niveles de conocimiento y de renta, en las que predomina una competencia imperfecta y dinámica, altas barreras a la entrada, elevados riesgos y grandes recompensas; a diferencia de la “competencia perfecta” o entre mercancías, en las que operan los mercados de materias primas. Una vez que se ha creado una gran diferencia en los salarios reales, el mercado mundial asigna automáticamente las actividades económicas que suponen “callejones tecnológicos” sin salida; pues aunque en algún momento los países ricos hagan un avance en la tecnología para la producción; si se instalan en otros países llevan la tecnología pero no requieren de mano de obra especializada. Contrariamente a “ayudar” a los países pobres, lo que ha ocasionado la “magia” de la globalización es que se amplíen las asimetrías entre países ricos y pobres; que se acentúe la dependencia de los pobres hacia los ricos.El libre comercio simétrico entre naciones con aproximadamente el mismo nivel de desarrollo beneficia a ambas partes; pero el libre comercio asimétrico conduce a los países pobres a especializarse en ser pobres, mientras que los ricos se especializan en ser ricos. El libre comercio no es beneficioso para todos los países porque no parten de una igualdad de condiciones. A una nación con una industria sólida y desarrollada le beneficie el libre comercio en vez de perjudicarle; mientras que el efecto en los países pobres es la desindustrialización y el aumento de la pobreza.
¿Cómo llevar el “progreso” a los países en vías de desarrollo? Si tomamos por ejemplo la estrategia de la educación; “especializar” a la población en países como Haití, por ejemplo, a lo que llevaría esto sería a acelerar la propensión a migrar. Una estrategia basada en la educación sólo tiene éxito si se combina con una política industrial que también proporcione empleo a la gente cualificada-como sucedió en Asia oriental. En otras palabras, la política educativa debe acompañarse de una política industrial que cree demanda de gente bien formada. Pero las condiciones de instituciones como el BM y el FMI son que para recibir “ayuda” de los países ricos, los países pobres deben abstenerse de utilizar las políticas de los países ricos.
El hecho de que la gente con formación universitaria de los países pobres pueda encontrar un nivel de vida mucho más alto en países rico es una amenaza para el propio tejido social de muchos países. La lógica interna es impecable, pero como decía Thomas Kuhn “el paradigma carece de instrumentos conceptuales capaces de explicar problemas socialmente trascendentales”. En algunos países la globalización, en lugar de traer consigo una nivelación de precios y niveles de vida, da lugar a una polarización de la renta. Los argumentos de las instituciones de Washington a favor de la globalización suponen que “todos” tienen el mismo conocimiento (información perfecta), que no hay economías de escala, esencialmente que no hay costes fijos) y que los nuevos conocimientos circulan libremente y llegan a todo el mundo al mismo tiempo; en otras palabras el capital encarna automáticamente el crecimiento humano.
Si todos los seres humanos tuviéramos los mismos conocimientos y no hubiera costes fijos, no habría necesidad de especializarse ni de comerciar (excepto en materias primas).El impresionante crecimiento económico de China, la India y Corea del Sur se suele presentar como ejemplo del éxito de la globalización; pero la pregunta que nadie se hace es ¿tomaron realmente China, la India y Corea del Sur la medicina recetada, esto es una integración económica inmediata? La respuesta es evidentemente que no. Países que no tomaron la medicina recetada se utilizan constantemente como prueba de la excelencia de la globalización. China, la India y Corea del Sur han seguido durante unos cincuenta años variantes de una política que el BM y el FMI prohíbe ahora adoptar a los países pobres. Rusia, en cambio, a causa de la quiebra del sistema comunista y de la economía planificada; siguió la “terapia de choque” recomendada, con consecuencias desastrosas. En muchos países de Europa oriental las empresas industriales murieron antes de tener siquiera la posibilidad de entender cómo calcular sus propios costes en una economía de mercado. El debate sobre la globalización en su forma más primitiva es una prolongación de la controversia binaria de la Guerra Fría: el mercado es bueno, el Estado y la planificación son malos. Las economías planificadas se hundieron, por lo que podríamos suponer “sin riesgo” que los mercados resolverán todos nuestros problemas.
Nadie objeta que los nuevos conocimientos constituyen el factor principal para la mejora del nivel de vida. El desacuerdo empieza cuando hay que modelar ese proceso. Las innovaciones llegan en distintos “paquetes” y en distintos tamaños, creando un gran número de productos que no existían antes. En la década de los 80’s Carlota Pérez y Christopher Freeman llamaron a esas grandes oleadas de innovación cambios de paradigma tecnoeconómico. Un cambio de paradigma tecnoeconómico es una “mudanza” de la tecnología básica o general, y constituye un hecho trascendental porque modifica la tecnología general que subyace a todo el sistema productivo; esto sucedió por ejemplo con la máquina a vapor o el ordenador. Estas innovaciones dan lugar a lo que Schumpeter denominaba “destrucción creativa”; aparecen nuevos sectores industriales con nuevos productos, mientras que los viejos desaparecen debido a la demanda de otros nuevos. Como señala Carlota Pérez, tales cambios tecnológicos radicales aportan consigo cambios en el “sentido común”, es decir, se eleva el nivel de vida de la población; empiezan a aparecer problemas como el “medio ambiente”, ese altera la composición del poder y de los partidos políticos porque se empiezan a introducir nuevos intereses en las demandas sociales.
Son las innovaciones, más que los ahorros y el capital en sí, las que acrecientan el capital; en la economía mundial sólo se puede conservar el bienestar mediante innovaciones continuas. La economía mundial se puede entender como un esquema piramidal-una jerarquía de conocimientos-en la que aquellos que invierten continuamente en innovaciones permanecen en la cumbre del bienestar. A este punto no se trata de “eficiencia”, es una cuestión de avance tecnológico. Las actividades económicas modernas de alta calidad surgen generalmente de conocimientos obtenidos de la investigación, que es fundamental para mejorar la calidad de la información y comunicación en un mundo globalizado. Muchos países invierten por ello considerablemente en investigación básica, porque sirve como fuente principal de innovación. La investigación básica puede ser lenta y aunque a menudo no se puedan predecir los resultados cuando se inicia la investigación; las aplicaciones finales son muchas y variadas. Hay que tener en cuenta que las innovaciones en los productos y en los procesos tienden a difundirse en una economía de forma diferente. Las innovaciones se dividen en general en dos categorías: Microsoft por ejemplo, proporciona a la industria informática innovaciones en el producto, con grandes rendimientos crecientes, altas barreras a la entrada, enormes beneficios y la posibilidad de pagar salarios muy sustanciosos. Esos mismos productos llegan a cualquier industria como puede ser la hotelera; y crean innovaciones en el proceso. Las innovaciones tecnológicas crean una presión en el “proceso”; es decir que con la informática en el caso del hotel se afecta la forma de reservar, se añaden comentarios sobre el hotel en la red. Las redes informáticas han “innovado” marcando la competencia de los precios, el beneficio y afectando muchas veces los salarios elevados; además de suprimir puestos de trabajo.
¿Por qué no se hacen ricos los países que sólo producen materias primas? Los países que se dediquen a la agricultura nunca se harán ricos exportando alimentos al Primer Mundo. Los productores de materias primas viven en un mundo totalmente diferente al de los productores industriales; los precios fluctúan amplia e impredeciblemente. América Latina se lanzó a un ambicioso programa de industrialización poco después de la segunda guerra mundial; mediante aranceles a los productos industriales importados se establecieron numerosas industrias, creando nuevos empleos en los que el nivel salarial fue creciendo paulatinamente. Aunque dichas industrias no se compararan con las de los países ricos, el nivel salarial era mucho más alto que lo que es actualmente. A finales de 1970, el BM y FMI, con el argumento de que estas industrias eran “ineficientes” y “no competitivas”, comenzaron a proponer sus “programas de ajuste estructural” para el mundo subdesarrollado; obligando a los países a abrir sus economías. Los empresarios en esa región estaban demasiado acostumbrados a sus cuasi-monopolios y no iban a aceptar fácilmente el libre comercio con sus vecinos; la industria desapareció en gran medida y la ausencia de demanda del sector industrial impidió que esas economías mejoraran su sector servicios intensivo en conocimiento, tal y como había sucedido en los países ricos. Así la “naciente” industria se desplomó y los salarios cayeron dramáticamente como consecuencia.
El problema de la globalización, tal y como se practica hoy en día es que en los países que quedaron atrás, desindustrializados, los salarios reales cayeron drásticamente. Muchos países de Asia, como Mongolia, hicieron lo mismo y también lo hicieron la mayoría de los países del ex Segundo Mundo, incluida la propia Rusia. Si a estos países se les hubiera permitido desarrollar sus industrias medias-mediante la protección-integrándose gradualmente con sus vecinos, se podrían haber hecho lo bastante fuertes como para poder competir en una fase de mercado global; pero los mecanismos que se han utilizado para “devolver a la Edad de Piedra” a estos países, hacen extremadamente difícil que tengan potencial para la investigación sin una renta media a nivel de los países ricos. Los países en desarrollo; desindustrializados se ven tentados por la exportación libre de productos agrícolas a la Unión Europea y a Estados Unidos, y así olvidan su deseo de industrializarse. Confinar colonias al puro abastecimiento de materias primas; lo habitual es que se les impidiera establecer industrias para que se concentraran en el suministro de materias primas y aunque su admisión resulte ahora políticamente incorrecta, lo cierto es que esa política nunca ha dejado de practicarse. Las regiones periféricas experimentan la desindustrialización, desagriculturación, y despoblación; pues la emigración a otras zonas del mundo donde predominan las actividades con rendimientos crecientes aparece como la única posibilidad de supervivencia. El viraje estadounidense, pasando de defensor de los derechos de los países pobres a convertirse en una potencia imperial clásica, es relativamente reciente. El mejor consejo que se podría dar a los países del Tercer Mundo es “no hagas lo que los estadounidenses dicen que hagas, haz lo que ellos hicieron”. Corremos además el riesgo de que las buenas ideas producidas por un sistema de innovación nacional periférico sean absorbidas por el Primer Mundo en la economía global.
¿Realmente es posible otro mundo? Las más de doce mil personas que, llegadas de todos los rincones del planeta, participaron en el Foro Social Mundial celebrado en Porto Alegre en el 2001, creen que sí y no sólo lo creen si no que luchan por conseguirlo. Pocas veces se ha podido asistir a un debate tan intenso y profundo sobre el modelo de dominación capitalista contemporáneo que usualmente denominamos globalización, y que nunca antes se había atisbado con tanta claridad la idea de que el cambio es posible, aunque vaya a ser una batalla larga y difícil. Tampoco se había manifestado con tanta fuerza algo que en Porto Alegre se convirtió en testimonio: la alianza entre intelectuales críticos de izquierda y los movimientos sociales alternativos; una alianza que está causando preocupación en el corazón del sistema.
El sistema está preocupado por su propia situación de crisis, limitada pero reiterativa, y porque si Seattle representó la resistencia, Porto Alegre ha establecido un diagnóstico y esbozado una propuesta. Una preocupación que se visibiliza en el intento de diálogo con Porto Alegre que se hizo desde Davos, confiriendo así al Foro Social Mundial el estatus de interlocutor de los dueños del mundo. El diagnóstico efectuado en Porto Alegre subraya la matriz imperialista del proceso de globalización y su contenido subalternizador en lo cultural, económico y lo político, así como de su carácter profundamente depredador, que está agravando la crisis ecológico-social del planeta. Ello es así por:
1.La tendencia intrínseca del propio modelo hacia la exclusión social, efecto del proceso real de explotación a escala mundial en el que la deuda, el deterioro de los términos del intercambio y los beneficios son aspectos del mismo.
2. La creciente concentración de poder económico y político en torno a esos “estados privados sin fronteras” que son las transnacionales, auténticos protagonistas del nuevo orden globalizador.
3. La pobreza y las desigualdades han crecido enormemente en esta fase. Hablar de “rezagados” en el proceso de mejoramiento global resulta, cuanto menos, cínico, cuando de ese proceso global han sido excluidas las cuatro quintas partes de la humanidad y cuando continentes enteros están siendo desconectados de los circuitos en los que estos procesos se originan y reproducen.
4. La tendencia a una remilitarización de las relaciones internacionales que asegure la gobernabilidad de una globalización excluyente y asimétrica que amenaza los delicados equilibrios sobre los que se asienta el modelo, cuyo ejemplo más destacado es el “Plan Colombia”. Una remilitarización en la que el papel de Estados Unidos es hegemónico y decisivo, y que puede ejemplificarse en el cambio de la naturaleza de la OTAN, que de pacto defensivo ha pasado a constituirse en fuerza de intervención a nivel planetario.
5. El papel cada vez menos relevante de las democracias realmente existentes para resolver los graves problemas sociales y económicos, sometidas, además, al chantaje creciente de una oligarquía internacional, extremadamente reaccionaria y de unas instituciones (FMI, BM, OCDE, etc.) que, una y otra vez, con sus planes de ajuste estructural, condenan a sectores cada vez más amplios de las poblaciones al desempleo, la pobreza y la inseguridad.
El debate entre Davos y Porto Alegre puso de manifiesto que no existe un propósito real de cambio ni de humanización por parte del modelo neoliberal. Por el contrario, existen embrionariamente en los movimientos sociales de los diversos grupos de trabajo internacionales y en sectores universitarios; lo que podríamos denominar elementos de una “propuesta alternativa” a este modelo en la que se discutieron cuestiones como la tasa Tobin, la condonación de la deuda del Tercer Mundo, las líneas de reforma de las instituciones financieras internacionales, la lucha por un programa real de desarme en el Tercer Mundo, la apuesta por modelos de desarrollo autoconcentrados, la defensa de todos los derechos humanos (incluidos los derechos sociales, ecológicos y políticos), la democratización de la ONU y la reforma sustancial de la OMC, etc. En definitiva, se tomaron en cuenta muchas propuestas alternativas y, sobre todo, se situaron los elementos que podrían configurar un “nuevo internacionalismo” a la altura de la globalización capitalista hoy dominante.
Sí, otro mundo es posible. Un mundo en el que la economía esté al servicio de la humanidad, que renuncie a la guerra como método de resolución de los conflictos, que priorice las necesidades básicas de esas cuatro quintas partes de habitantes del planeta que hoy calificamos con el eufemismo de “desfavorecidos”. Un mundo en el que no haya seres humanos que sean considerados “desechables”, que proteja a la infancia, que abandone la idea de la homogeneización cultural, que asuma de una vez, en toda su extensión, la igualdad entre los géneros en todo el planeta. Este mundo es posible. Vale la pena luchar para conseguirlo.
Después de la Segunda Guerra Mundial la integración de la economía internacional-es decir, la “globalización”-fue en aumento. En el periodo de posguerra, la integración pasó por dos fases:
1. El periodo de Bretton Woods, hasta el inicio de los años 70, cuando las tasas de cambio eran reguladas y había control sobre el movimiento de capital.
2. El periodo que empieza con el desmantelamiento del sistema de Bretton Woods.
Muchos economistas se refieren a la primera fase como los “años dorados” del capitalismo industrial y a la segunda como los “años de plomo”, pues en éstos últimos se verifica un nítido deterioro de los índices macroeconómicos en el mundo entero (tasas de crecimiento, productividad, inversión, etc.), además de una creciente desigualdad social.
La segunda fase se conoce normalmente como “globalización”; asociada a las políticas llamadas neoliberales, de ajuste estructural y “reformas” de acuerdo con el “Consenso de Washington”. Esas políticas se aplican en la mayoría de los países del Tercer Mundo y, desde 1990, fueron también implementadas en la India y en las “economías en transición” del Este europeo. Otra versión de esas mismas políticas se destina a los propios países industrialmente avanzados, más significativamente a los Estados Unidos y Gran Bretaña. En Estados Unidos, el país más rico del globo, los salarios de la mayoría de los trabajadores se han congelado o disminuyeron, las horas de trabajo aumentaron drásticamente, mientras las ayudas por vejez o enfermedad fueron reducidas. Durante los “años dorados” los indicadores sociales seguían al PIB. A partir de la mitad de los años 70, esos indicadores van yendo a la baja regularmente, alcanzándose los índices de 40 años atrás.
La globalización contemporánea se ha descrito como una expansión del “libre comercio”, mas tal denominación es engañosa. La mayor parte del comercio mundial está, de hecho, manejada por medio de contratos entre grandes empresas. Más allá de eso hay una fuerte tendencia a la formación de oligopolios y de alianzas estratégicas entre grandes empresas en muchos sectores de la economía. Ese proceso normalmente cuenta con un amplio apoyo del Estado a fin de socializar los riesgos y los costos de las empresas. Esa característica ha marcado la economía estadounidense en las últimas décadas. Los acuerdos internacionales de “libre comercio” envuelven la intrincada combinación de liberalización y proteccionismo en muchos sectores estratégico, como en el caso de la industria farmacéutica, permitiendo que megaempresas obtengan ganancias enormes gracias al control monopolístico que ejercen sobre los precios de las medicinas. Otra característica importante de los llamados “años de plomo” ha sido la enorme expansión del volumen de circulación del capital especulativo a corto plazo, lo que limita drásticamente las posibilidades de planificación de los gobiernos y, consecuentemente, restringe la soberanía popular en los sistemas políticos democráticos. Hoy, la configuración del “comercio” es muy diferente de la del periodo anterior a la Primera Guerra. Gran parte de ese comercio consiste en flujos, controlados por las grandes empresas, de manufacturas hacia los países ricos.
Esas prácticas, además de la constante amenaza de las empresas de transferir su producción de un país a otro, representan un arma poderosa contra los trabajadores y contra la propia democracia. Este sistema emergente puede ser calificado de “mercantilismo corporativo”, pues las decisiones que afectan a las relaciones sociales, económicas y políticas están cada vez más en las manos de entidades privadas, sin ningún mecanismo de control social. Esa concentración de poder hace recordar “los instrumentos y tiranos del gobierno”, en la frase memorable de James Madison, que alertaba sobre las amenazas a la democracia hace dos siglos. Era esperable que esa segunda fase desencadenara protestas significativas y la oposición de la gente, llevada a cabo de diversas formas, en todo el mundo. El Foro Social Mundial proporciona una oportunidad sin precedentes para la unión de las fuerzas populares de los más diversos sectores, en los países ricos y el los países pobres, en el sentido de desarrollar alternativas constructivas en defensa de la aplastante mayoría de la población mundial que sufre constantes agresiones a los derechos humanos fundamentales. Esta es también una importante oportunidad para avanzar en el sentido de debilitar las concentraciones ilegítimas de poder y extender los dominios de la justicia y de la libertad.
Según Ignacio Ramonet, el nuevo siglo ha iniciado en Porto Alegre, donde todos los que, de una forma u otra, impugnan o critican la mundialización neoliberal, se reunieron en una especie de “internacional rebelde” para intentar con un espíritu positivo y constructivo, proponer un marco teórico y práctico que permita pensar en una mundialización de nuevo tipo y afirmar que es posible otro mundo menos inhumano y más solidario. Llegados de todas partes del planeta, esos “sectores significativos” que se oponen a la barbarie económica actual rechazan el neoliberalismo como “horizonte indispensable”.
A principios de 1998 se hizo pública la propuesta de un Acuerdo Multilateral de Inversiones- más conocido como AMI- que sería firmado por los países más ricos del mundo y que, después, se ”propondría”-en la práctica, se impondría- a los demás países del mundo. Ese Acuerdo ya estaba siendo discutido en secreto en el marco de la OCDE, con la pretensión de convertirse en una especie de Constitución mundial del capital, que le otorgaría todos los derechos, especialmente en el Tercer Mundo, en donde se realizarían las “inversiones”, y casi ningún deber. En ese momento, el periódico francés Le Monde Diplomatique se hizo eco ampliamente de una primera denuncia hecha en Estados Unidos por el Public Citizens, liderado por Ralph Nader, a través de un artículo firmado por una abogada de ese movimiento, Lori Wallach. La reacción ante los absurdos que ese Acuerdo contenía permitió el surgimiento de un movimiento social de protesta que a finales de 1998, empujó a Francia a retirarse de las negociaciones.
Una de las entidades que animó esa movilización fue ATTAC (en principio, Asociación por la Tasa Tobin de Ayuda a los Ciudadanos, actualmente Asociación por una Tasa de las Transacciones Financieras Especulativas para Ayuda a los Ciudadanos), que empezaba en aquel momento a tomar fuerza en Francia. El objetivo de esta asociación, que hoy reúne dos decenas de miles de partidarios tanto fuera como dentro de Francia y ha favorecido el nacimiento de otras ATTAC en el resto del mundo, incluyendo Brasil, era luchar por la aplicación de la propuesta, presentada por el Premio Nobel de Economía James Tobin, de gravar con una tasa los movimientos de capital especulativo, como forma de controlar su absoluta libertad de circulación a escala mundial.
A partir de esas organizaciones que, gracias a esos acontecimientos empezaron a surgir en diferentes lugares entre aquellos que no aceptaban la posibilidad de un mundo controlado totalmente por los intereses del capital, se fueron programando diferentes manifestaciones contrarias a ese tipo de globalización. Las más famosas, por sus repercusiones en los medios de comunicación, fueron las de Seattle, contra la OMC, la de Washington contra el FMI y el Banco Mundial, la de Praga, que obligó a los representantes de los gobiernos allí reunidos a poner término a su encuentro un día antes de lo previsto.
Desde hace ya más de veinte años, los “amos del mundo” se reúnen en un Foro al que dieron el nombre de Foro Económico Mundial, que tiene lugar en Davos, pequeña y lujosa estación de esquí suiza. Organizado por una entidad que hoy es una gran empresa, congrega anualmente, una vez al año (además de los encuentros regionales que empezó también a promover) a quienes pueden pagar 20.000 dólares para oír a las grandes cabezas pensantes al servicio del capital y conversar con ellas, así como oír incluso a críticos de la globalización en curso, invitados a participar para legitimar el Foro. Davos, que atrae corresponsales de todos los grandes periódicos del mundo, es el lugar donde se construye la teoría y se adelanta en la práctica de la dominación del mundo por parte del capital, dentro de los parámetros del neoliberalismo.
Más allá de las manifestaciones y de las protestas, parecía posible pasar a una etapa de propuestas, de búsqueda concreta de respuesta a los desafíos de construcción de “otro mundo” en el que la economía estuviese al servicio del ser humano y no al contrario. Los economistas y otros universitarios contrarios al neoliberalismo ya habían estado realizando, en Europa, encuentros que denominaban Anti-Davos. No obstante, las pretensiones iban mucho más allá. Se propuso realizar otro encuentro, de dimensión mundial y con la participación de todas las organizaciones que se habían ido articulando en las protestas masivas, encarado hacia lo social: el Foro Social Mundial.
La fecha de ese encuentro coincidiría, para otorgar una dimensión simbólica al inicio de esa nueva etapa, con los días del encuentro de Davos en el 2001, y a partir de ahí, se podría repetir todos los años, siempre durante los mismos días en que los grandes del mundo se encontrasen en Davos. Fue el inicio de un proceso de reflexión conjunta, de ámbito mundial.
En Porto Alegre se trataba de plantear alternativas, que lógicamente fueron heterogéneas; estaban desde la socialdemocracia-que por sus propios planteamientos se ajusta más al sistema- hasta las diferentes posturas que pretenden el cambio. Todas estas historias de luchas y resistencias, junto a las reflexiones de los más conocidos científicos sociales y economistas del Norte y Sur. El gran mérito de Porto Alegre fue dar voz y cátedra ante el mundo entero a las 4/5 partes de la humanidad; la mayoría, en el camino para recuperar la dignidad colectiva de la mayoría. El lema escogido por los organizadores era una llamada, más o menos explícita, a la utopía. Otro mundo es posible y algo nuevo se está construyendo. El sistema siempre sospechará de cualquier movimiento asociativo espontáneo que se salga del “guión”. A los innovadores se les identifica hoy en día con “terrorismo” “violencia” y “desorden” –señala Botey Vallés-.
Porto Alegre ha sido la alternativa a Davos; en Davos se reúnen desde 1971, multinacionales, entidades financieras, representantes políticos, los grupos más poderosos del mundo entero, que han diseñado en secreto, las políticas que después el Banco Mundial, en Fondo Monetario Internacional, GATT o la OMC ejecutarían: desregulación de los mercados financieros, deuda externa y su gestión, PAE’, inversiones, protección de patentes o el no-nato acuerdo multilateral de inversiones. En Davos, los profetas del neoliberalismo eran pesimistas: hay síntomas que hacen creer que las últimas grandes crisis de la economía mundial (Japón-90, México-94 y 97, sudeste asiático-97, Rusia-98, Brasil-99, Argentina-2000, etc.) forman parte de una gran ola de crisis que afecta al mismo centro del sistema: la economía de EEUU. Como si nos encontráramos en el punto final de un largo ciclo de crecimiento que, con oscilaciones, ha significado el período de la industrialización, colonialismo y neocolonialismo del siglo XX, y estuviéramos en el punto de inflexión iniciando un largo ciclo de depresión.
Eran también las conclusiones que comunicaban en Porto Alegre los científicos sociales allí presentes. Samir Amin, analizando el carácter autónomo y el volumen de los mercados de capitales, que generan inestabilidad y por lo mismo pierden legitimidad y credibilidad. Jorge Benstein, por otra parte, afirmando que esta es la crisis más profunda del capitalismo porque los niveles de extorsión sobre las mayorías empobrecidas impiden la regeneración del mismo capitalismo. Las profecías que desde Marx existen sobre la “crisis definitiva” del capitalismo parece que no se cumplen pues éste se ha adaptado a las circunstancias. Hoy en día, parece que hay elementos nuevos: la globalización real de recursos y mercados; no es posible seguir creciendo si no es a costa de las mayorías-pero esto tiene un límite-. La extorsión grave que está haciendo de los recursos naturales tiene también sus límites y la naturaleza ha dado ya demasiadas señales de la insostenibilidad del modelo. Asimismo, el creciente cáncer de la especulación financiera. Este sistema se basa en el axioma según el cual los mercados se regulan solos y regulan también la distribución “justa” de los recursos. Este axioma es sólo un discurso ideológico de propaganda; este sistema es injusto, suicida e ineficaz.
El multimillonario Soros repitió enfáticamente sus conocidas tesis sobre la crisis del capitalismo global ya publicadas en su libro de este mismo título. Aceptaba que para superar la crisis se imponía una regulación de las transacciones financieras y que había que ser más generoso con el Tercer Mundo en los procesos de negociación de la deuda. Para reflotar el capitalismo del comienzo del siglo XXI, para ser fiel a sus objetivos de sociedad abierta y libre popperiana, es necesario un mayor control y el equivalente de nuevos planes Marshall hacia los países empobrecidos. Nunca se había escuchado una afirmación tan clara al respecto: el sistema reconoce la necesaria condonación de la deuda para poder seguir extorsionando. Según Susan George hace concluir en el Informe Lugano a los imaginarios sabios escogidos para “salvar” al capitalismo de su crisis-si para que este modelo continúe es necesario eliminar a la mitad de la humanidad, no hay problema, se hará. Y habrá que hacerlo con el menor coste económico y político posible, con métodos nuevos de eliminación de población: deuda, SIDA, activación de conflictos.
Lo que separa verdaderamente Davos de Porto Alegre son los principios morales. Chomsky insiste reiteradamente en que la verdadera crisis del capitalismo está en los valores morales en los que se asienta. La ética de la solidaridad debe ser incorporada como principio político. El neoliberalismo plantea el modelo de desarrollo para unos pocos, la privatización de los servicios, la destrucción de la seguridad social, el ataque a los sistemas de pensiones, etc; como única salida posible para sobrevivir. Se trata de una idea prefabricada a partir de la moral del individualismo y del enriquecimiento sin límites. En cambio, los principios morales y el modelo de crecimiento que sustentan las propuestas de Porto Alegre están en su antítesis. Porque el mundo por el que luchan surgirá de la negación del presente, de la negación del progreso técnico desvinculado del progreso moral, del enriquecimiento de unos pocos marginando a las mayorías. La salvación de la situación presente no vendrá por el crecimiento inmanente del continuo histórico, sino por una interrupción, por una ruptura.
Sólo la solidaridad con el pasado y las víctimas, es la garantía para evitar la catástrofe de generaciones futuras; vivimos un tiempo de transición: murieron muchas experiencias, modelos, esperanzas, utopías del pasado y todavía no surgen con suficiente presencia pública alternativas para el futuro. Vivimos en un tiempo presente, donde simultáneamente se hace sentir un pasado que todavía no muere y un futuro que todavía no nace. La economía está al servicio de todos y allí apareció el diálogo entre economía, antropología, cultura, modelo de desarrollo y equilibrio, construyendo una crítica de la economía liberal desde la vida humana y cósmica. Se trata de fortalecer la sociedad civil: movimientos sociales y de ciudadanía, educación de base, familia. En Porto Alegre se planteaba el necesario desplazamiento desde la sociedad política (“toma del poder”) hacia la sociedad civil (“creación de nuevos poderes”). Mundialización de la solidaridad y de todos los movimientos de resistencia y lucha por alternativas posibles y creíbles desde los excluídos y pobres. En este sentido, nacen nuevos sujetos sociales, todavía parciales, nuevos movimientos sociales (jóvenes, indígenas, mujeres) que participan ya en el alumbramiento del nuevo sujeto global que ha de protagonizar el cambio.
El capitalismo-insistían Marx y Engels-, está llevando a cabo un proceso de unificación del mundo, sometiendo todo el planeta a su dominación. Nunca antes, el capital había conseguido ejercer, en los albores del siglo XXI, un poder tan completo, absoluto, integral, universal e ilimitado sobre el mundo entero. Nunca antes había existido una red tan densa de instituciones internacionales, como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la Organización Internacional de Comercio, destinada a controlar, gobernar y administrar la vida de la humanidad según las reglas estrictas del libre mercado y del libre lucro capitalista. La dictadura internacional que ejercen las multinacionales y el capital financiero mundial no tiene precedentes en la historia. La previsión de Marx y Engels se ha cumplido y en un grado sorprendente. La historia del siglo XX, caracterizada por dos guerras mundiales e innumerables conflictos brutales entre naciones, demuestra que el reino de la burguesía y la dominación del mercado capitalista no suprimen, si no que intensifican, a un nivel sin precedentes, los conflictos nacionales. La globalización, ha alimentado los pánicos identitarios y los nacionalismos tribales. La falsa universalización del mercado mundial estimula los particularismos y endurece las xenofobias: el cosmopolitismo mercantil del capital y las pulsiones de identidades agresivas se nutren recíprocamente.
En el debate sobre el futuro de los Estados-Nación hay dos errores que deben evitarse: el primero, considerar los Estados-Nación como instituciones en decadencia, caracterizados por la desaparición o pérdida de cualquier poder político y/o económico a causa del resultado de la globalización neoliberal y, el segundo, creer que la defensa de la nación y de la soberanía nacional es la única o la principal línea de acción contra los estragos del mercado globalizado. Los Estados-Nación continúan desempeñando un papel decisivo en el campo político y económico; para empezar son los estados de los países dominantes, a través de sus representantes, los que determinan las políticas neoliberales del G-7, FMI, BM, OMC. Son estos mismos estados los que, utilizando sus instrumentos militares y en particular la OTAN, que imponen su orden a escala mundial, como lo demuestran las guerras de intervención imperial en el Golfo y en la Ex-Yugoslavia. En fin, el Estado-Nación norteamericano, única superpotencia en el mundo actual, ejerce una hegemonía económica, política y militar indiscutible.
En el caso de los países del Sur, los Estados-Nación siguen desempeñando un papel importante: salvo algunas pocas excepciones, funcionan como correas de transmisión del sistema de dominación imperialista, se someten sin vacilación a los imperativos del capital financiero y a los dictados del FMI, tienen como primera prioridad del presupuesto el pago de la deuda externa y llevan a la práctica las políticas neoliberales de “ajuste estructural”. El Estado-Nación tiene un papel que desempeñar en esta resistencia y la primera exigencia de los “movimientos antisistémicos”, utilizando el apropiado término acuñado por Immanuel Wallerstein, es que sus gobiernos rompan con las orientaciones del FMI, decreten una moratoria de la deuda externa y reorienten la producción hacia las necesidades del mercado interior.
No obstante, una lucha eficaz contra el Imperio del Capital Multinacional, no puede limitarse al nivel del Estado-Nación, por varias razones. El Estado-Nación no es un espacio social homogéneo y los problemas de la época presente son internacionales. Para luchar contra el sistema es necesario actuar simultáneamente en tres niveles: el local, el nacional y el mundial. El movimiento zapatista es un buen ejemplo de esta dialéctica; profundamente enraizado en las comunidades indígenas de Chiapas y en su exigencia de autonomía, lucha al mismo tiempo contra la dominación imperialista sobre la nación mexicana y contra la hegemonía mundial del neoliberalismo (Conferencia Intercontinental de Chiapas, 1994). Pero también es el caso del Movimento dos Trabalhadores Rurais Sem Terra (MST) brasileño, que encuentra su base social en las movilizaciones y en las ocupaciones locales y presenta un proyecto nacional para un nuevo modelo de desarrollo económico y social en Brasil, sin dejar de participar al mismo tiempo en la red campesina internacional Vía Campesina y en todas las movilizaciones internacionales contra la globalización capitalista.
No se puede negar que el Estado-Nación es todavía uno de los terrenos esenciales de la lucha: en cada país; el movimiento antiliberal tiene que ajustar cuentas en primer lugar con su propio gobierno; sin embargo, cuando pasa el tiempo es necesario unir fuerzas e intercambiar experiencias. Como bien lo resume el llamamiento del Foro Social Mundial, lo que está en el orden del día es la búsqueda de un mundo diferente, que debemos construir juntos. En esta batalla los niveles regionales o continentales, más allá del Estado-Nación, son un campo cada vez más decisivo. En su forma actual, la Unión Europea el Mercado Común Europeo, el Mercosur, y otras instancias regionales de este tipo, son instrumentos blandos ante la globalización capitalista liberal o por lo menos, no representan un polo de resistencia lógica del Mercado Global. Esto no impide que la unificación económica y política de Europa y de América Latina realizada a partir de otros elementos-lo que inevitablemente limitaría las atribuciones y la soberanía de los actuales Estados-Nación-, tales como los intereses populares, las necesidades sociales y el respeto al medio ambiente, sea una condición sine qua non para un cambio en la correlación de fuerzas a escala mundial y para enfrentarse a la hegemonía planetaria del Imperio norteamericano. El capital global, tal como se materializa en las empresas multinacionales, en el mercado financiero especulativo, en los paraísos fiscales, en las políticas de “ajuste estructural”, en las instituciones globales (FMI, BM, OMC) y en la dominación imperial del G-7, es el enemigo común de la gran mayoría de la humanidad. La lucha contra el capital global no conoce fronteras: es, por necesidad, imperativa, mundial y planetaria.
Una de las peores consecuencias de la globalización capitalista que estamos viviendo es la tendencia a la uniformización cultural. La tendencia no ya a un pensamiento único, sino a unos valores únicos, a una única cultura que condena a muerte, a la extinción de la mayor riqueza de la especie: la diversidad cultural. Lo que se traduce en la incapacitación para pensar la sociedad y sus valores de modo crítico. Lo peor del capitalismo no es que disuelva identidades si no que no crea ninguna; es necesario apostar por una nueva cultura política de izquierda. El capitalismo genera violencia por el bloqueo que establece hacia el pensamiento crítico y los impulsos emancipatorios del ser humano. Por otra parte, la estrategia de un “nuevo internacionalismo” debe intervenir de forma compleja, interactuando sobre los planos donde se define el poder: nacional-local, regional e internacional. Detrás de esta interrelación existe un proceso de creación y distribución del poder que articula nuevos sujetos, erosiona el margen de maniobra de los estados nación y concede un protagonismo a las transnacionales. En esta redefinición territorial del poder, los estados “sin fronteras” tienen que actuar impulsando nuevos proyectos de regionalización de la economía para recuperar la “soberanía” regional. Partir de la heterogeneidad del sujeto y de su diversidad político-cultural. La heterogeneidad es necesario que converja sin disolver singularidades para transformar nuestra realidad; crear un programa internacional de la izquierda. Se debe poner en pie a escala mundial, un conjunto de medidas encaminadas a aglutinar y organizar sujetos políticos mundiales, capaces de intervenir políticamente en todo el planeta. El Sur debe tener mayor capacidad de influencia en el orden mundial y se debe dar una transferencia sustancial de rentas desde el norte hacia el sur del mundo. Sin esto, el nuevo orden internacional estaría vacío de contenido. Se debe apostar por una estrategia de poderes sociales; democratizar los aparatos e instituciones del estado y reorientar, en un sentido socialista, la sociedad civil. Crear espacios de autonomía y control de poder político; generando espacios que promuevan comunidad, cooperación, solidaridad, altruismo y que permitan la autoorganización social, la democratización de los poderes institucionales. Además se debe crear una Internacional del género humano para crear un nuevo proyecto anticapitalista; la transformación del mundo.
El capitalismo es un sistema cuyas transformaciones son permanentes y relativamente rápidas comparadas con las de los sistemas precedentes. El discurso ideológico que prima en el capitalismo imaginario coloca la invención tecnológica en el punto de arranque del progreso posible y atribuye a la competencia de los capitales en los mercados la virtud de concretar su realidad. Este progreso material genera avances “generales”, es decir, beneficia a “todas” las categorías sociales y por esto afinca la democracia y la paz.El discurso dominante concluye que no hay alternativa “razonable” a la lógica unilateral del capital. No obstante, la historia del capitalismo realmente existente desmiente la imagen “idílica” de ese discurso ideológico sin fundamentos científicos.
El mundo moderno se ha organizado en torno a un nuevo orden-que el capitalismo define-a partir de 1500. Como la Europa atlántica toma la iniciativa durante tres siglos de mercantilismo (1500-1800), organiza un sistema propio a la par que desorganiza el sistema antiguo cuando sustituye la navegación transoceánica, cuyo control poseía, por las rutas terrestres (llamadas de la seda) de la época precedente. Así construye los cimientos de lo que en el siglo XIX será el orden económico capitalista. Ese sistema generó un fenómeno de amplitud gigantesca, sin precedente en la historia-la polarización a escala mundial. El siglo XX ha sido con creces el de la rebelión contra ese orden económico en sus dos dimensiones, es decir, en su calidad de orden fundado sobre relaciones capitalistas (puestas en tela de juicio por las revoluciones socialistas) y en el fundado sobre la polarización en cuestión (impugnado por los movimientos de liberación nacional de Asia y África).
En el transcurso del siglo se sacudieron diferentes órdenes capitalistas. Desde finales del siglo XIX-desde 1880 aproximadamente, cuando se constituye el capitalismo de monopolios-a 1945, el orden económico capitalista puede calificarse de “liberalismo nacionalista de monopolios”. Entendemos por liberalismo, la doble afirmación del papel preponderante de los mercados (mercados oligopólicos, por supuesto) considerados como auto reguladores de la economía, en el marco de las políticas de estado apropiadas que se pusieron en práctica en aquella época, por un lado, y de la práctica de la democracia burguesa, por otra. El nacionalismo modula este modelo liberal y legitima las políticas de estado que impulsan la competencia en el sistema mundial. A su vez éstas se articulan en bloques hegemónicos locales que refuerzan el poder del capital dominante de los monopolios mediante distintas alianzas con las clases y capas medias y/o aristocráticas, y aíslan a la clase obrera industrial. La crisis de orden liberal nacionalista se inicia con la primera guerra mundial (1914-1918), que demuestra que este orden estaba lejos de haber creado las condiciones de una “mundialización pacífica”. A raíz de la guerra los poderes dominantes del capital intentan no obstante imponer sus recetas liberales; lo cual dará lugar a la desviación fascista, que abandona la vertiente político-democrática del sistema, exaltando el nacionalismo y los compromisos sociales internos que refuerzan el poder de los monopolios. El orden fascista forma entonces parte del orden único que habrá de dominar toda esa fase de la historia del capitalismo, si bien constituye una expresión patológica.
A partir de 1945, un nuevo orden capitalista va a reemplazar el del liberalismo nacionalista y dominará el escenario mundial hasta 1980. La segunda guerra mundial, con la derrota del fascismo, modificó la correlación de fuerzas a favor de las clases obreras del Occidente desarrollado (que adquieren una legitimidad y una posición nunca antes alcanzada), de los pueblos de las colonias que van liberando, de los países del socialismo realmente existente (del sovietismo). Esta nueva relación es el telón de fondo de la triple construcción del estado de bienestar (Welfare State), del estado del desarrollo en el Tercer Mundo, del socialismo de estado planificado. El orden económico de la época (1945-1980) es “social y nacional”, y opera en el marco de una mundialización “controlada”. Los dos calificativos de social (y no socialista), y de nacional; traducen lo esencial de los objetivos de las políticas aplicadas en el período, y por ende, de los medios que se movilizaron para ello.
La solidaridad-que se tradujo por una estabilidad notable en la distribución del ingreso, por el pleno empleo y por el aumento sostenido de los gastos sociales-se concebía como algo que debía realizarse primero en el plano nacional a través de políticas de intervención sistemática del estado. El nacionalismo del modelo no era exagerado. Se inscribía en una atmósfera general de regionalización (como la construcción europea) y de apertura mundial aceptada e incluso deseada, pero controlada (Plan Marshall, expansión de las multinacionales, negociaciones colectivas Norte-Sur organizadas dentro del sistema de Naciones Unidas en la UNCTAD, en el GATT, etc).
La analogía entre los objetivos fundamentales de esas prácticas del Welfare State por un lado, y los de la modernización y la industrialización de los países del Tercer Mundo que se habían independizado por otro (proyecto de Bandoung para Asia y África paralelo al “desarrollismo” de América Latina), permite calificar de dominante ese orden a escala del sistema mundial fuera de la zona del “sovietismo”. Para los países del Tercer Mundo, se trata también de “nivelar” el atraso mediante una inserción eficaz y controlada en un sistema mundial en expansión. El orden económico y político alternativo que se implanta a partir de 1917, el del socialismo realmente existente, el “sovietismo”, se propone centralización planificada del Estado, desconectada del sistema mundial. Su desviación, expresada en su rechazo a una gestión democrática de la construcción del socialismo lo condujo al derrumbe (en el caso de Europa de Este y de la antigua URSS) o a un deslizamiento hacia el capitalismo (caso de China).
Con ese “doble fracaso” del orden soviético y del populismo nacional en el Tercer Mundo se habían reunido las condiciones para que el capital dominante intentara reconstruir un nuevo orden llamado: neoliberal mundializado. Todos los modelos sucesivos del orden capitalista siempre se han fundado en una visión imperialista del mundo, en consonancia con el despliegue del capitalismo que, por su naturaleza, siempre ha sido desigual y “polarizante” a escala mundial. En la fase liberal nacionalista de los monopolios (1880-1945) el imperialismo es sinónimo de conflicto de las potencias imperialistas. Por el contrario, la fase social nacional de la postguerra (1945-1980) se caracterizó por la convergencia de las estrategias de los imperialismos nacionales alineados tras la hegemonía de Estados Unidos, y por el retroceso del imperialismo, constreñido a “abandonar” las regiones del “socialismo real” (URSS, Europa oriental, China) a negociar con los movimientos de liberación nacional el mantenimiento de su presencia en las periferias de Asia, África y América. Con el derrumbe del socialismo y de los populismos radicales del Tercer Mundo, el imperialismo se coloca nuevamente a la ofensiva. La “globalización” (o la mundialización) que se expresa en la ideología de nuestra época con tanta arrogancia, apenas si es la forma nueva de afirmar ese carácter imperialista que es inmanente del sistema. En este sentido podemos decir que el término “globalización” es un sinónimo de imperialismo.
El siglo XX se cierra con las burguesías de la “Tríada” ya constituida (las potencias europeas, los Estados Unidos y Japón). Las clases obreras de los centros dejan de ser las “clases peligrosas” que habían sido en el siglo XIX, y los pueblos del resto del mundo estaban llamados a aceptar la “misión civilizadora” de los occidentales. La primera victoria de los centros del capitalismo mundializado se manifestaba por la concentración de la revolución industrial; esa primera globalización, lejos de producir la aceleración de la acumulación del capital, iba a abrirse de 1873 a 1896 a una crisis estructural como ocurriría casi exactamente un siglo más tarde. Sin embargo, la crisis iba acompañada de una nueva revolución industrial (la electricidad, el petróleo, el automóvil y el avión); que llegarían a transformar el panorama no sólo económico si no a la misma especie humana. Paralelamente se constituían los primeros oligopolios industriales y financieros-las transnacionales de entonces-. La globalización financiera parecía instalarse definitivamente en forma de patrón-oro-esterlina y se hablaba de internacionalización de las transacciones que las nuevas bolsas de valores permitían. Sin embargo, el liberalismo; la dominación unilateral del capital, no iba a reducir la intensidad de las contradicciones de toda índole que el sistema lleva en sí, si no por el contrario, contribuiría a agravarlas. Pero las dos guerras mundiales, la crisis de 1930, dos grandes revoluciones (China, Rusia) y el levantamiento de toda Asia y África para que la correlación de fuerzas que había permitido la dictadura unilateral del capital se modificara a favor de las clases trabajadoras y los pueblos; a raíz de la doble victoria de la democracia sobre el fascismo y las liberaciones nacionales sobre el viejo colonialismo.
Sin embargo, la correlación de fuerzas favorables al capital, que otra vez caracteriza nuestro momento, no se va a modificar “fácilmente”. La segunda mitad del siglo XX, está marcada por correlaciones de fuerzas sociales e internacionales menos desfavorables a las clases trabajadoras y a los pueblos, que obligan al capital a ajustarse a las lógicas que expresan los intereses de aquellos. La crisis que sigue, (1968-1975) es la de la erosión primero, y el desplome después, de los sistemas que sustentaban el auge precedente. El período, no terminado todavía, no es la puesta en práctica de un “nuevo orden mundial” si no la expresión de un caos que aún está sin resolver. Las políticas que se aplican no responden a una estrategia positiva de expansión de capital, sino que tratan de administrar su crisis; no lo logran, pues el proyecto “espontáneo” que produce la dominación inmediata del capital, en ausencia de marcos que las fuerzas sociales les impondrían mediante reacciones coherentes y eficaces, no pasa de ser una utopía, la de la gestión del mundo por el “mercado”; es decir, de los intereses inmediatos de las fuerzas dominantes del capital.
La historia moderna transcurre de tal suerte que a las etapas de reproducción basadas sobre sistemas de acumulación estables, suceden momentos de caos. En las primeras fases, igual que cuando se produjo la etapa de auge en la primera guerra, el desarrollo de los acontecimientos da la impresión de una cierta monotonía, porque las relaciones sociales e internacionales que constituyen su arquitectura se han estabilizado. De manera que esas relaciones se reproducen en el sistema por el funcionamiento de dinámicas. En dichas fases, se dibujan claramente sujetos históricos activos, definidos y precisos (clases sociales activas, estados, partidos políticos y organizaciones sociales dominantes) cuyas prácticas parecen sólidas y por ende, las reacciones previsibles, y en casi cualquier circunstancia, igual que las ideologías que las mueven, gozan de una legitimidad que parece incuestionada. El peligro reside en el cuestionamiento lógico de dichas estructuras, “lineales” y esas estructuras supuestamente estables se desplomen.
Se cristalizan nuevos sujetos históricos que inauguran nuevas prácticas y facilitan la legitimación mediante nuevos discursos ideológicos. Sólo cuando esos procesos de cambios cualitativos han madurado aparecerán nuevas relaciones sociales que definen los sistemas de la “post-transición”. En la crisis estructural, lo mismo que en la precedente, se produce en el momento en que se opera una tercera revolución tecnológica que transforma profundamente los modos de organización de los trabajadores y los pueblos: el auge de la expresión de las mujeres en sus luchas sociales, la toma de conciencia de destrucción del medio ambiente. Si la gestión de la crisis es catastrófica para las clases trabajadoras, generando precariedad y marginación; para el capital dominante resulta sumamente beneficiosa. Lo que se revela “novedoso” en el despliegue capitalista actual, es la acción poderosa que la revolución tecnológica; de cualquier tipo, que está transformando las estructuras de organización social. Las clases siguen existiendo, pero la “ilusión” de su desaparición puede prevalecer en ciertas condiciones de la época actual. En consecuencia, las formas de organización social y los movimientos donde se expresan proyectos y conflictos de unos y otros se ven a su vez profundamente afectados por la revolución tecnológica
La literatura que trata sobre el tema de las “transformaciones” en curso, se basa en la existencia de un nuevo modelo de sociedad, la organización “en redes” (en lugar de las cadenas jerarquizadas) y la interacción de “proyectos” (en lugar de la unidad que representaba la empresa). En esta sociedad de “redes” se cuestiona el discurso dominante y las clases y naciones pasan a ser conceptos vacíos de contenido. El desarrollo sin medida del arsenal de armamentos podría poner fin a la vida del planeta. El desarrollo de las fuerzas productivas demuestra que las reglas fundamentales del capitalismo llevan a la autodestrucción y por ello, la civilización debe superarlo. El capitalismo es incapaz de tomar medidas ante la destrucción del medioambiente. Precisamente porque se basa en racionalidad a corto plazo, la “depreciación” hacia el futuro.
La “libertad” que reivindican no es para todos, es la libertad para las grandes empresas de hacer que prevalezcan sus intereses en detrimento de los demás. En tal sentido, el discurso neoliberal es perfectamente ideológico y engañoso. La “desregulación” es otro término engañoso, porque no hay mercados desregulados, salvo en la economía imaginaria de los economistas “puros”, todos los mercados están regulados y no funcionan sino con esa condición. El problema es saber por quién y cómo se han regulado. Tras la expresión “desregulación” se esconde una realidad inconfesable: la regulación unilateral de los mercados por el capital dominante. Por supuesto, el hecho de que la liberalización en cuestión encierre la economía en una espiral involutiva de estancamiento y se demuestre ingobernable en el plano mundial, multiplicando los conflictos que ya no puede regular. La liberalización de las transferencias internacionales de capitales, la adopción de los tipos flotantes de cambio, la elevación de las tasas de interés, el déficit de la balanza de pagos americana, la deuda externa del Tercer Mundo, las privatizaciones, constituyen en conjunto una política perfectamente racional que brinda a esos capitales flotantes la saluda de un salto hacia adelante en la colocación financiera especulativa, descartando el peligro mayor consecuente de la devaluación masiva del excedente de capitales.
La esfera financiera no puede desarrollarse indefinidamente de manera autónoma con relación a la economía real. La ausencia de una autoridad política capaz de administrar el sistema mundializado, de construcción “caótica”, que goce de legitimidad equivalente a la de los estados nacionales constituye un problema; se mantiene entonces una sumisión “provisional” a la hegemonía de Estados Unidos.En 1990 estaba “desdoblado” el antiguo mundo “no industrializado” (clásicas periferias de 1880 a 1950) en tres estratos:
1. Los antiguos países socialistas. China, Corea, Taiwan, India, Brasil, México; que lograron constituir sistemas productivos nacionales y por ende son “potencialmente” competitivos.
2. Países que entraron en la industrialización pero que no lograron crear sistemas productivos nacionales: los países árabes, Sudáfrica, Irán, Turquía, los países de América Latina. A veces se encuentran establecimiento industriales “competitivos” pero por su mano de obra barata; no por sus sistemas competitivos.
3. Los países que no entraron en la revolución industrial.
La mundialización seguirá siendo totalmente incapaz de hacer que los países del primer grupo pasen siquiera a la condición de “nuevos centros” plenamente desarrollados en el sentido capitalista del término. Esto es así porque las periferias siguen conteniendo “reservas” gigantescas y las políticas de modernización imponen para ser eficaces opciones tecnológicas demasiado costosas. Esto además se agrava con la creciente desigualdad en la distribución de los ingresos. Las periferias dinámicas, seguirán siendo periferias; es decir, sociedades atravesadas por todas las contradicciones mayores producidas por la yuxtaposición de “enclaves modernizados” rodeados de un océano poco modernizado. Esas contradicciones favorecen su mantenimiento en posición subalterna, sometida al monopolio de los centros. La tesis que propugna únicamente el socialismo puede responder a los problemas de esas sociedades. Entendiendo como socialismo un movimiento de estrategias que articule la solidaridad de todos, llevando a cabo estrategias populares que garanticen la transferencia gradual y organizada.
El “milagro asiático” arrebata a Europa y América del Norte su dominio sobre el planeta. China; superpotencia del futuro. Los países de Asia oriental han alcanzado éxitos en la medida en que han sometido precisa y efectivamente sus relaciones exteriores a las exigencias de su desarrollo interno, es decir, en la medida en que se han rehusado a “ajustarse” a las tendencias dominantes a escala mundial. La crisis del mundo contemporáneo es una crisis de civilización, al demostrar que el capitalismo es un sistema incapaz por su propia lógica de responder a los retos que la humanidad está llamada a enfrentar en lo sucesivo; es preciso superarlo. Desde su origen el capitalismo fue un sistema con “vocación” mundial. Le fecha que podemos establecer como la de su nacimiento es 1492; la del inicio de la conquista de las Américas. En su expansión mundial, el capitalismo nunca homogeneizó el planeta, por el contrario, mostró el desarrollo desigual desde el principio: centros dominantes, periferias dominadas. Se produjo una polarización de la riqueza y del poder como jamás se conoció en épocas anteriores. El primer momento de ese despliegue devastador del imperialismo se organizó en torno a la conquista de las Américas, en el marco del sistema mercantilista de la Europa atlántica de la época. Los españoles y los portugueses católicos impusieron en nombre de la “religión” la “iberización”-cristianización o sencillamente el genocidio. El resultado fue la destrucción de las civilizaciones aborígenes y la infame esclavitud de los negros.
La primera revolución del continente fue la de Santo Domingo (Haiti) a finales del siglo XVIII, seguida más de un siglo después por la revolución mexicana en 1910 y cincuenta años después por la de Cuba. El segundo momento de la devastación imperialista, se afinca en la revolución industrial y se manifestó por la sumisión colonial de Asia y África. “La apertura de los mercados” que los puritanos de Inglaterra impusieron a los chinos para apoderarse de los recursos naturales del globo, dio continuidad a sus motivaciones reales. La agresión imperialista produjo una vez más las fuerzas que combatieron el proyecto: URSS, China (situadas en la periferia y víctimas de la expansión imperialista y polarizadora del capitalismo) y los movimientos de liberación nacional. La victoria de los movimientos de liberación que a raíz de la segunda guerra mundial lograron la independencia, las clases dirigentes de los países colonialistas, cambian de estrategia y renuncian a su visión tradicional. Las clases dirigentes de los estados de la Europa capitalista occidental y central de la postguerra se adentraron en una nueva perspectiva, la de la construcción europea. Una construcción que, por su propia lógica, podría poner un plazo a los conflictos intraeuropeos y al “viejo colonialismo”, simultáneamente (no se renuncia desde el inicio a la ventaja colonial, sólo cuando el giro de las guerras obligan a las potencias).
La construcción de un gran espacio europeo con el Tratado de Roma (1957) coincide de hecho con la legislación marco que preparaba la independencia de las últimas colonias francesas de África. La construcción de un gran espacio europeo: rico, desarrollado que dispusiera del potencial tecnológico y científico de primer orden como de fuertes tradiciones militares, parecía constituir una alternativa sólida donde encarar una mundialización de nuevo tipo: nuevo auge de acumulación capitalista sin colonias. Sin duda, esta construcción está lejos de consolidarse y seguirá siendo difícil por las realidades históricas nacionales que pesan en la unidad política europea. Estamos frente a una tercera ola devastadora del mundo por la expansión imperialista que empieza a desplegarse, animada por el desplegué del sistema soviético y de los regímenes de nacionalismo populista del Tercer Mundo. Los objetivos del capital dominante son siempre los mismos: el control de la expansión de los mercados, el saqueo de los recursos naturales del planeta, la sobreexplotación de las reservas de mano de obra de la periferia-aunque opera en nuevas condiciones en determinados aspectos muy diferentes de los que caracterizaban la fase precedente del imperialismo. El discurso ideológico destinado a alinear las opciones de los pueblos de la Tríada central se ha renovado y se afinca ahora en un “deber de intervención” llamado a legitimar la defensa de la “democracia”, de los “derechos de los pueblos”, de lo “humanitario”.
Por otra parte, los Estados Unidos despliegan, en esa perspectiva, una estrategia sistemática tendiente a garantizar su hegemonismo absoluto concitando tras de sí la solidaridad de los asociados de la Tríada y llevando a primer plano su poderío militar. La ideología americana se cuida de cumplir con su misión imperialista “histórica”, transmitida desde un nacimiento por los padres fundadores; los liberales americanos. La hegemonía americana se nos presenta necesariamente “benigna”, fuente de progreso material, de “democracia” y “paz universal”.La concentración del capital y del poder se ha acelerado en los últimos veinte años. La mundialización no apunta tanto a la conquista de países como de mercados; de saqueo a escala planetaria. La mercantilización de palabras, cosas, de cuerpos y mentes, de la naturaleza y de la cultura que ha acrecentado las desigualdades. Actualmente, las estructuras estatales y las estructuras sociales tradicionales están siendo eliminadas con efectos desastrosos; el Estado se “desploma” sobre todo en países del Sur. Se desarrollan zonas de no-derecho, entidades caóticas ingobernables que se ha sumido nuevamente a un “estado de barbarie” que escapa de la legalidad; donde grupos al margen de la ley imponen su “propio” gobierno. Con la globalización, aparecen nuevos peligros: redes mafiosas, gran corrupción, intensa contaminación, proliferación nuclear, etc. En su fase actual ultraliberal, el capitalismo transforma en mercancía todo lo que toca. Los mercados financieros son lo que dictan las leyes a los estados. La globalización significa una ruptura económica, política y cultural inmensa que obliga a los ciudadanos a “adaptarse”. La ideología neoliberal constituye el fin último del economicismo: construir un hombre “mundial”, vaciado de cultura, de sentido y de conciencia del otro. Este dogmatismo moderno representa los intereses de un conjunto de fuerzas económicas, en especial del capital internacional.
El papel del Estado en la globalización es incómodo, pues ya no controla los intercambios, ni los flujos de dinero, de información o de mercancías. La economía tiende cada vez más a convertirse en totalitaria en la era de la globalización. En los años 30 se les llamaba “regímenes totalitarios” a aquellos regidos por un partido único que no admitía ninguna oposición organizada, que descuidaba los derechos del ser humano en nombre de la razón del estado y en los que el poder político dirigía soberanamente todas las actividades de la sociedad dominante. A estos regímenes de tipo fascista, hitleriano o estalinista sucede a finales de siglo otro tipo de totalitarismo, el de los “regímenes globalitarios”. Como se basan en los dogmas de la globalización y de la ideología neoliberal, no admiten ninguna otra política económica, ignoran los derechos sociales del ciudadano en nombre de la razón competitiva y abandonan a la suerte de los mercados financieros la dirección de las actividades de la sociedad dominada. La globalización ha acabado con el mercado nacional, que es uno de los pilares del Estado-nación. Los estados no tienen cómo oponerse a los mercados, carecen de medios para frenar los formidables flujos de capitales o contrarrestar la acción de los mercados que atenta contra sus intereses y contra los de sus ciudadanos. Por lo general, los gobiernos aceptan respetar las consignas de política económica que definen los organismos mundiales como el FMI, el Banco Mundial o la OMC; que ejercen una verdadera dictadura política de los estados.
Cada vez más hay países pequeños que realizan ventas masivas de sus empresas públicas al sector privado, empresas que de hecho se han convertido en propiedad de los grandes grupos multinacionales. Éstos dominan sectores enteros de la economía del sur, se valen de los estados locales para ejercen presiones en los foros internacionales y lograr decisiones políticas más favorables que les permitan llevar adelante su dominio global. El liberalismo no parece suscitar masivamente la simpatía de los ciudadanos. La doctrina neoliberal se aplicó en el decenio de los 80 en el Reino Unido por Margaret Thatcher, y como consecuencias sociales tuvo: agravamiento de las desigualdades, aumento del desempleo, desindustrialización, degradación de los servicios públicos, deterioro del equipamiento colectivo. Según los “profetas” del monetarismo, todos esos problemas estaban llamados a resolverse automáticamente por la “mano invisible” del mercado y por el crecimiento macroeconómico. Los “expertos” estimaban que gracias a la desregulación, a la abolición de los controles de cambio, a la globalización financiera y a la mundialización del comercio, la expansión iba a ser “perpetua”.
De hecho se ha construido una sociedad dual con un grupo de privilegiados, por un lado, y por otro; una interminable multitud de precarios, desempleados y excluidos. A escala mundial, la pobreza se agrava, las desigualdades se han convertido en una de las grandes características estructurales de la era de la mundialización. Si un gobierno democráticamente electo desea llevar a cabo una política favorable al crecimiento y al empleo, y hasta a meterle un poco la mano a los beneficios y tolerar que se dispare ligeramente la inflación, esos inversionistas sancionan de inmediato al país, atacando su moneda o realizando ventas masivas de los títulos de sus empresas. Esta reacción brutal provoca una crisis financiera y hace imposible que se aplique una política acorde con los deseos expresados democráticamente por los ciudadanos. El fenómeno de la globalización-y la laxitud de los dirigentes políticos-ha favorecido, en el curso de la última década, que se cree discretamente una especie de ejecutivo de gobierno real y planetario del mundo cuyos cuatro actores principales son el FMI, BM, OCDE, OMC.
El desmantelamiento de la esfera financiera exige un gravamen significativo de los beneficios del capital y en especie para las transacciones especulativas de los mercados cambiarios por medio de la tasa Tobin. James Tobin, profesor en la Universidad de Yale en los Estados Unidos, fue uno de los asesores del presidente John Kennedy y recibió el Premio Nobel de economía en 1981. Desde los años 70, propuso que se creara un impuesto internacional uniforme del 0,1 % a las transacciones en divisas. Ese gravamen tendría un efecto extremadamente disuasivo para las especulaciones a corto plazo que cotidianamente se realizan innumerablemente. El impuesto Tobin limitaría las fluctuaciones de los tipos de cambio, lo que permitiría a los gobiernos establecer tasas de interés algo más bajas que las internacionales, con repercusiones positivas sobre el crecimiento y el empleo.
Con el fondo que se constituya con los ingresos recaudados por ese impuesto, que se ha estimado en unos 200 mil millones de dólares y que las Naciones Unidas podrían administrar, sería posible financiar programas sociales, educacionales y ecológicos a favor de nuestros ciudadanos desposeídos del planeta. Según las Naciones Unidas, bastaría el 10% de esa suma para “dispensar atención primaria para todos, vacunar a todos los niños, eliminar las formas graves de malnutrición y reducir las más benignas, y aprovisionar al mundo de agua potable”. Con sólo el 5% de ese mismo monto se podría “ofrecer un conjunto de servicios elementales de planificación familiar a todas las parejas que deseen beneficiarse de ello y estabilizar la población mundial en el 2015”. En fin, con apenas el 3% de esos 200 mil millones se lograría “reducir a la mitad el analfabetismo de los adultos, universalizar la enseñanza primaria y proporcionar a las mujeres de los países pobres un nivel de educación elevado”. ¿A qué esperamos entonces para instaurar la tasa Tobin en todo el mundo? Igualmente conviene boicotear y eliminar los paraísos fiscales, zonas donde reina el secreto bancario y que sirven para disimular las malversaciones y otros delirios de la criminalidad financiera.
Hay que concebir una nueva distribución del trabajo y de los ingresos de la economía plural donde el mercado ocupe únicamente una parte del lugar, con un sector solidario. Hay que devolver a los países del Sur el lugar que les corresponde poniendo fin a las políticas de ajuste estructural; anulando buena parte de su deuda pública; incrementando la asistencia al desarrollo y aceptando que éste no adopte el modelo del Norte; ecológicamente insostenible. Promover economías autocentradas, defender intercambios equitativos, invertir masivamente en escuelas, viviendas y salud, favorecer el acceso a agua potable de 1,5 mil millones de personas que carecen de ella. Establecer en el Norte, cláusulas de protección social y ambiental para los productos importados que garanticen condiciones de trabajo decentes a los asalariados del Sur, lo mismo que la protección de recursos naturales. A este programa cabe añadir la emancipación de la mujer, el principio de precaución contra todas las manipulaciones genéticas,
El mercado se convierte en la norma universal del funcionamiento de las relaciones humanas, no sólo estructura el campo de consumo, sino también el de la cultura. Esto provoca una serie de desplazamientos: de lo político hacia el mercado, del desarrollo al crecimiento, del ciudadano al individuo consumidor, del compromiso político hacia los referentes culturales (etnia, género, religión…). La sociedad civil se despolitiza, pues frente al mercado la política es cada vez más virtual. Los movimientos sociales buscan su identidad exclusivamente en su propio campo, en ruptura con la tradición política. Ciertas ONGs cultivan una ideología ferozmente anti-estado. Los movimientos religiosos se centran en la salvación individual y están desprovistos de proyección social. La sociedad civil es una especie de tercer sector, autónomo con relación al estado, susceptible de hacerle contrapeso, que cuestionan la lógica del sistema capitalista. No se trata de alternativas al interior del sistema, como la “tercera vía”, tan apreciada por los reformistas que persiguen “humanizar” al capitalismo. Se trata de la conquista de una organización postcapitalista de la economía, en realidad un proyecto a largo plazo, pero indispensable; que a la vez toma una dimensión utópica.
El modelo hegemónico vigente en la actualidad se apoya en la marginación de la esfera pública y en su sustitución por parte de las grandes corporaciones empresariales como sujetos económicos y políticos de nuestras sociedades. De esta forma, los derechos quedan sustituidos por el poder de compra en el mercado, los ciudadanos por los consumidores, los países por los mercados, la libre información por la propaganda mercantil, los debates políticos por las campañas de marketing, las calles y plazas por los centros comerciales…la soberanía nacional por los capitales financieros desregulados, la soberanía popular por la opinión pública fabricada por los medios de comunicación, la financiación de la producción y del consumo popular por la especulación abusiva. Cualquier avance democrático en el mundo de hoy entra en contradicción con el proceso de mercantilización que atraviesa todo, movido por el afán de lucro de las grandes corporaciones internacionales. Los procesos conocidos con el nombre de globalización están destruyendo las divisiones culturales y socioeconómicas que definían los modelos políticos característicos de la era moderna. Mary Kaldor describe características fundamentales del llamado proceso de globalización y explica cómo se producen nuevas formas de política de identidades.
En su libro Naciones y nacionalismo, Ernest Gellner analiza la relación entre nacionalismo e industrialización. Describe la aparición de culturas nacionales laicas con una organización vertical, basadas en lenguas vernáculas que permitían a la gente comunicarse mediante un lenguaje administrativo común y hacer frente a las necesidades de la modernidad. En las sociedades anteriores coexistían culturas superiores -basadas en la religión- y culturas populares- de tradición oral-que no estaban unidas al Estado. Las sociedades del moderno Estado-nación se homogeneizaron. Se puede decir que la globalización ha empezado a desintegrar esas culturas de organización vertical. De ahí la impresión de que lo que surge son nuevas culturas horizontales derivadas de las nuevas redes transnacionales, a menudo basadas en el uso del inglés; entre ellas, la cultura del consumo de masas asociada a nombres conocidos en todo el mundo como Coca-Cola o Mc Donald’s, junto a una mezcla de culturas nacionales, locales y regionales como consecuencia de una nueva reafirmación de las particularidades locales.El término globalización, esconde un proceso complejo que, en realidad, supone globalización y localización, integración y fragmentación, homogeneización y diferenciación, etcétera. Por un lado, el proceso crea redes transnacionales y globales de individuos. Por otro, excluye y atomiza a grandes cantidades de personas; a la inmensa mayoría.
El capitalismo ha sido siempre un fenómeno mundial, pero lo que si es nuevo en las últimas dos décadas, es la asombrosa revolución en las tecnologías de la información, comunicación, los avances científicos. En el ámbito económico, encontramos la globalización de las finanzas y la especialización o diversificación de los crecientes mercados. Asimismo la globalización incluye la transnacionalización y la regionalización de la gobernanza. Ha habido un aumento explosivo de las organizaciones, los acuerdos y los organismos reguladores en el ámbito internacional. Al mismo tiempo, se han desarrollado las políticas locales y regionales; sobre todo en materia de desarrollo. Paralelamente a la naturaleza cambiante de la gobernación ha habido un crecimiento asombroso de las redes transnacionales y no gubernamentales (entre ellas ONG); que realizan funciones antes desarrolladas por los gobiernos: derechos humanos, ecología, paz, etcétera; y trabajan a escala local y transnacional. La globalización ha tenido también un profundo impacto sobre las estructuras sociales. Debido a las “mejoras” en la productividad, ha aumentando lo que Alain Touraine llama “trabajadores de la información” y Robert Reich “analistas simbólicos”; son personas que trabajan en las finanzas o la tecnología, y sobre todo en el sector de los servicios; a su ve ha aumentado el número de parados que han quedado sin empleo en esta nueva dinámica de tecnificación. En esta nueva estructura social se refleja una mayor disparidad entre los ingresos de quienes trabajan y quienes no, y entre los que trabajan, según su capacidad. Las disparidades de los ingresos, se relacionan con las disparidades geográficas; algunas zonas prosperan (sureste asiático, el sur de Europa, en un futuro cercano, Europa central) al menos, temporalmente; atrayendo la producción a gran escala. Las empresas internacionales realizan mapas de segmentación de sus mercados y asimismo dentro de los mismos países se encuentran “enclaves” prósperos y protegidos de áreas caóticas, anárquicas, golpeadas por la pobreza. Estas tendencias, señala Kaldor, son aleatorias y construidas; no hay nada inevitable, el “nuevo orden” se va perfilando con la organización o desorganización de la inercia anterior. Lo que puede darse por sentado, es el alejamiento histórico de las “culturas verticales”, características del Estado-nación, que proporcionaban a las sociedades un sentido de identidad nacional y una sensación de seguridad. Todos estos cambios que ha traído consigo la globalización, según Mary Kaldor, aportan una nueva intensidad cualitativa al proceso de globalización, que hasta entonces se encuentra sin definir. Los perfiles actuales están definidos por el marco institucional de la posguerra y las políticas liberalizadoras de los 80’s. Su futuro dependerá de la evolución de los valores, las acciones y las formas de organización de políticas sociales que se formen.
En la actualidad es un tópico hablar de “crisis de identidad”, una sensación de alienación y desorientación que acompaña la descomposición de las comunidades culturales. Sin embargo, también es posible señalar ciertas formas incipientes de clasificación cultural. Por un lado, están los que se consideran parte de una comunidad mundial de personas que piensan de forma parecida, principalmente los trabajadores de la información, que cuentan con una buena formación, o los analistas simbólicos, que pasan mucho tiempo en aviones, teleconferencias, etcétera; que tal vez trabajan para una empresa multinacional, una ONG o alguna organización internacional, o quizá pertenecen a una red de científicos o deportistas, músicos o artistas. Por otro lado, están los que se sienten excluidos y pueden considerarse, o no, parte de una comunidad local o particularista (religiosa o nacional).Hasta ahora, las nuevas agrupaciones globales están apenas politizadas; no constituyen la base de comunidades políticas en las que puedan fundarse nuevas formas de poder. Una razón es el individualismo y la anomia que caracterizan a la época actual: la sensación de que la acción política es superflua ante la enormidad de los problemas actuales, la dificultad de controlar o influir sobre la estructura de poder y la fragmentación cultural de las redes horizontales y de las lealtades particularistas. Lo que Reich llama el cosmopolita laissez-faire, que se ha “apartado” de la nación-estado y persigue sus intereses de consumo individuales, como los incansables jóvenes criminales, los nuevos aventureros, presentes en todas las zonas excluidas, reflejan ese vacío político.
De todas formas, existen semillas de politización en ambos tipos de grupos. La politización cosmopolita puede encontrarse en el interior de las nuevas ONG o los nuevos movimientos sociales, así como en las personas, asociada a un compromiso con los valores humanos (derechos sociales y políticos universales, responsabilidad ecológica, paz y democracia, etcétera); y a la noción de sociedad civil transnacional, la idea de que unos grupos organizados por su cuenta y que actúen por encima de las fronteras pueden resolver problemas y presionar a las instituciones políticas. La nueva política de identidades particularistas también puede interpretarse como una reacción ante estos procesos mundiales, como una forma de movilización política ante la impotencia cada vez mayor del Estado moderno. Kaldor utiliza el término “política de identidades” para referirse a movimientos que surgen asociados a una identidad étnica, racial o religiosa y con le propósito de luchar por el poder estatal. Por otro lado, utiliza “identidad” en sentido estricto, como una forma de etiqueta. Las etiquetas se consideran derechos ”inalienables”; no se pueden cambiar ni adquirir mediante conversión ni asimilación. Además son un referente común en la base de las reivindicaciones políticas; y a menudo en los conflictos étnicos. A menudo estas etiquetas pueden imponerse por la fuerza, como es el caso de ciertas sectas del Islam militante. El término “política” se refiere a la reivindicación del poder estatal. En muchas partes del mundo hay un renacer religioso o un interés renovado por la supervivencia de las culturas y las lenguas locales, y esto es, en parte, respuesta a las tensiones de la globalización.
Se puede establecer un contraste entre la política de identidades y la política de las ideas. La política de las ideas se ocupa de proyectos de futuro. En épocas más recientes, la política ha estado dominada por ideas laicas y abstractas, como el socialismo o el ecologismo, que ofrecen una visión de futuro. Este tipo de política suele ser integradora y acoge a todos los que apoyan la idea, aunque, el carácter universalista de dichas ideas suele servir de justificación para prácticas totalitarias y autoritarias. La política de identidades tiende a ser fragmentadora, retrógrada y excluyente. Los agrupamientos políticos basados en una identidad exclusiva suelen ser movimientos de nostalgia, basados en la reconstrucción de un pasado heroico, el recuerdo de las injusticias (reales o imaginarias) y de famosas batallas (ganadas o perdidas) adquieren significado a través de la inseguridad, del miedo reavivado a los enemigos históricos o de una sensación de estar amenazados por los que tienen “etiquetas” diferentes. Las etiquetas siempre pueden dividirse y subdividirse. No existe la pureza ni la homogeneidad cultural. Toda política basada en una identidad excluyente, genera forzosamente una minoría. En el mejor de los casos, la política de identidades supone una discriminación psicológica, contra los que tienen una etiqueta diferente. En el peor, provoca la expulsión y el genocidio. La nueva política de identidades deriva de la desintegración o erosión de las estructuras del Estado moderno, especialmente los Estados centralizados y autoritarios. La caída de los Estados comunistas a partir de 1989, la pérdida de legitimidad de los Estados poscoloniales en África o el sur de Asia, o incluso el declive de los Estados de bienestar en países industriales más avanzados proporcionan el entorno en el que se alimentan esas nuevas formas de política.
La nueva política de identidades tiene dos orígenes principales: se puede considerar por un lado, una reacción ante la impotencia cada vez mayor y la legitimidad cada vez menor de las clases políticas establecidas. Desde este punto de vista, es una táctica de movilización política, de “supervivencia” promovida por parte de los políticos nacionales; impuesta “desde arriba”, que aprovecha y fomenta los prejuicios populares (Ex-Yugoslavia o Ex-URSS). Por otro lado, nace de los que se denomina “economía paralela”-nuevas formas legales e ilegales de ganarse la vida, surgidas de los sectores marginales de la sociedad- que constituye una manera de legitimar esas nuevas formas turbias de actividad. En el caso de Europa del Este, esta modalidad de “nacionalismo desde abajo” se une al “nacionalismo desde arriba” en una combinación explosiva. En Europa del Este, el uso del nacionalismo como forma de movilización política es anterior a 1989. Especialmente en los Estados “multinacionales” comunistas, la conciencia nacional se cultivaba de manera deliberada en un contexto en el que las diferencias ideológicas estaban prohibidas y las sociedades, en teoría, habían sido objeto de una homogeneización y una “limpieza social”. La nacionalidad o ciertas nacionalidades, oficialmente reconocidas, se convirtieron en el “paraguas” legítimo que cubría la búsqueda de diversos intereses políticos, económicos y culturales.
Estas tendencias se reforzaron con en funcionamiento de las “economías de la escasez”. En teoría, se supone que las economías planificadas eliminan la competencia por los mercados. Pero se produce otra forma de competencia por los recursos. En teoría, se supone que unos dirigentes racionales trazan el plan y lo transmiten a lo largo de una cadena vertical de mando. En la práctica, se convierte en un compromiso burocrático; debido a la obligación de “presupuesto flexible”, las empresas siempre gastan más de lo previsto. El resultado es un círculo vicioso en el que la escasez intensifica la competencia por los recursos y la tendencia entre ministerios y empresas al acaparamiento y la autarquía, que incrementa todavía más la escasez. En este contexto, la nacionalidad se convierte en un instrumento que puede emplearse para aumentar la competencia entre recursos. A principios de los años 70, señala Kaldor, había autores que advertían sobre un estallido nacionalista en la Ex-URSS como consecuencia de la utilización de la política de nacionalidad para apuntalar el proyecto socialista en decadencia. En un artículo de Teresa Rakowska-Harmstone se empleaba el término “nuevo nacionalismo” para designar “un nuevo fenómeno que está presente incluso entre las personas que, en el momento de la revolución, no tenía más que un sentido incipiente de una cultura común”. La política soviética creó una jerarquía de nacionalidades basada en una elaborada jerarquía administrativa. El sistema produjo lo que Zaslavsky ha llamado una “división del trabajo explosiva”, en la que la elite administrativa e intelectual nativa mandaba sobre una clase obrera urbana procedente de Rusia, y una población rural indígena. La élite local usaba el desarrollo de la conciencia nacional para fomentar la autonomía administrativa, sobre todo en el ámbito económico. Lo que mantenía juntos a esos Estados “multinacionales”, era el monopolio del Partido Comunista. Después de 1989, cuando se desacreditó el proyecto socialista, se celebraron elecciones democráticas por primera vez, el nacionalismo estalló abiertamente. En dichas sociedades, los habitantes no están acostumbrados a la elección política y votar de acuerdo a los límites nacionales se convierte en una opción sencilla. Así que el nacionalismo por una parte, representa una “continuidad”, porque como señala Kaldor, estaba alimentado en la era anterior. Asimismo por otra, es una forma de “negar” lo que hubo antes y la identidad nacional se considera “pura e inmaculada” en comparación al contexto anterior.
En otros lugares se pueden observar algunas tendencias similares, aunque menos extremas. Los Estados de África y Asia tenían que hacer frente a la desilusión de las esperanzas puestas en la independencia, el fracaso del proyecto de desarrollo a la hora de vencer la pobreza y la desigualdad, la inseguridad de la rápida urbanización y la descomposición de las comunidades rurales tradicionales; así como el efecto del ajuste estructural y las políticas de estabilización, liberalización y desregulación. Además, como en el caso de Yugoslavia, la pérdida de una “identidad internacional”, basada en la pertenencia al movimiento de los no alineados, al acabar la guerra fría, tuvo repercusiones internas. Tanto los políticos gobernantes como los dirigentes de oposición, empezaron a utilizar las identidades particularistas de diversas formas: para justificar políticas autoritarias, para crear chivos expiatorios, para movilizar el apoyo basándose en el miedo y la inseguridad. En muchos Estados poscoloniales, los partidos gobernantes se consideraban partidos de izquierda que ocupaban el hueco de los movimientos de emancipación. Como en los Estados poscomunistas, la ausencia de un movimiento de emancipación legítimo dejó la política a merced de reivindicaciones basadas en tribus o clanes, grupos religiosos o lingüísticos. En el período precolonial, la mayoría de esas sociedades tenían un sentido muy vago de la identidad étnica. Los europeos, en su pasión por la clasificación, con censos y documentos de identidad, impusieron categorías étnicas más rígidas, que luego evolucionaron de forma paralela al crecimiento de los medios de comunicación, carreteras y ferrocarriles y, en algunos países, la aparición de una prensa en lengua vernácula. En ciertos casos, las categorías eran totalmente artificiales.
En el periodo posterior a la independencia, la mayoría de los partidos gobernantes defendieron una identidad nacional que abarcase a los grupos étnicos, con frecuencia numerosos, comprendidos en los territorios artificialmente definidos de las nuevas naciones.La erosión de la legitimidad relacionada con la autonomía decreciente de la nación-estado y la corrosión de las fuentes tradicionales de cohesión social, frecuentemente de origen industrial, se hicieron mucho más transparentes a partir de 1989. Ya no era posible defender la democracia mediante la referencia a su ausencia en otros lugares. La identidad específicamente occidental definida con relación a la “amenaza soviética” quedó debilitada y el carácter nacional con relación a la guerra fría quedó debilitado.Igualmente significativo es el vacío político, el ocaso de la izquierda y la reducción del espacio para la verdadera diferencia política. La izquierda no presenta una oposición clara u actúa todavía peor, sobre los sectores desacreditados del comunismo. Una sociedad civil activa suele servir de contrapeso para la desconfianza hacia los políticos, el alejamiento de las instituciones políticas, la sensación de apatía y futilidad que proporciona una posible base para las tendencias populistas. No obstante, la “secesión” de las nuevas clases cosmopolitas y la fragmentación y dependencia de quienes están excluidos de los beneficios de la globalización son también típicas de los países industriales avanzados.
El otro gran origen de la nueva política de identidades es la economía paralela; producto-en gran parte- de las políticas neoliberales llevadas a cabo en los 80’s y 90’s. La estabilización macroeconómica, la desregulación y la privatización; que en parte, sirvieron para acelerar el proceso de globalización. Dichas políticas incrementaron el nivel de desempleo, el agotamiento de los recursos y las diferencias de rentas. Todo esto suministró un entorno para el aumento del crimen y la creación de redes de corrupción, mercados negros, traficantes de armas, drogas, etcétera. En las sociedades en las que el Estado controlaba grandes sectores de la economía y no existen instituciones de mercado organizadas por su cuenta, las políticas de “ajuste estructural” o “transición” significan, en realidad, la falta de cualquier tipo de norma. El mercado, en general, no significa nuevas empresas autónomas de producción. Significa corrupción, especulación y crimen. Nuevos grupos de turbios “hombres de negocios”, a menudo vinculados a los aparatos institucionales en decadencia a través de varias formas de soborno y abusos de información privilegiada, se dedican a una especie de acumulación primitiva, el ansia de tierras y capital. Utilizan el lenguaje de la política de identidades para levantar alianzas y legitimar sus actividades. Con frecuencia son redes transnacionales y se relacionan con mercancías ilegales y guerras. Un fenómeno típico lo constituyen las nuevas bandas de jóvenes, los nuevos aventureros, que viven en la violencia o las amenazas de la violencia, que obtienen armas de los excedentes que circulan en el mercado negro o saqueando almacenes militares, y que o bien fundan su poder en redes particularistas, o buscan respetabilidad mediante reivindicaciones particularistas.
La nueva política de identidades reúne estas dos fuentes de particularismo en diversos grados. Las antiguas élites administrativas o intelectuales se alían con una mezcla variopinta de aventureros marginados de la sociedad, y juntos, movilizan a los excluidos y abandonados, los alienados e inseguros, con el fin de tomar y conservar el poder. Cuanto más grande es la sensación de inseguridad, mayor la polarización de la sociedad y menos espacio queda para valores políticos alternativos e integradores. En situación de conflicto, dichas alianzas se consolidan gracias a la complicidad compartida en los crímenes de guerra y una dependencia común en la persistencia de la economía de guerra. La nueva política de identidades se considera a menudo un retroceso al pasado, un regreso a las identidades premodernas, temporalmente desplazadas o suprimidas por las ideologías modernizadoras. La nueva política se basa en el recuerdo y en la historia. Las sociedades en las que las tradiciones culturales están más arraigadas son más susceptibles a la nueva política. Pero como señala Kaldor, lo que importa es el pasado reciente, y sobre todo, el impacto de la globalización sobre la supervivencia política de los Estados. Además la nueva política tiene rasgos completamente nuevos y contemporáneos.En primer lugar, es horizontal además de vertical, transnacional además de nacional. En casi todos los nuevos nacionalismos, la diáspora desempeña un papel mucho más importante que antes, gracias a la rapidez de las comunicaciones; la expansión del fax, el teléfono, el correo electrónico. Existen dos grupos de expatriados: por un lado, están las minorías que viven en países vecinos, temerosos de su vulnerabilidad a los nacionalismos locales y, con frecuencia, más extremistas que los que han quedado en su país.
Por otro lado, hay grupos más desapegados que viven en países distantes, muchas veces en las nuevas naciones constituidas por una mezcla de culturas, y encuentran consuelo en sus fantasías sobre sus orígenes, a menudo muy alejadas de la realidad. Dichos grupos proporcionan ideas, dinero, armas y conocimientos, a menudo con consecuencias desproporcionadas. Entre los individuos que componen los nuevos círculos nacionalistas hay expatriados románticos, mercenarios extranjeros, traficantes e inversores, etcétera. Separados de sus países de origen, los expatriados viven a menudo como extranjeros en un país extraño y se sienten “despojados” de su cultura y a la vez culpables por haber escapado a lo problemas de “casa”, volviéndose hacia un nacionalismo que conforma las redes transnacionales y también algunos grupos religiosos. En segundo lugar, la capacidad de movilización política se ha ampliado enormemente, como consecuencia de una mejor educación y una expansión de las clases cultas, pero también gracias a las tecnologías. Muchas explicaciones del crecimiento del islamismo político se centran en la aparición de clases urbanas recientemente alfabetizadas-que, muchas veces quedan excluidas del poder-, el aumento de escuelas islámicas y el aumento del número de lectores de periódicos. El hecho de que cada vez haya más personas en sus lenguas maternas, junto a la difusión de los periódicos comunitarios de masas, crea nuevas “comunidades imaginarias”. Y-lo que es todavía más significativo-la generalización de la televisión, el vídeo y la radio ofrece medios muy rápidos y eficaces de difundir un mensaje particularista. Los medios electrónicos tienen una autoridad que los periódicos no pueden igualar; en algunas partes de África, la radio es “mágica”.
A.D Smith en su libro Naciones y nacionalismo en la era global, discrepa de la opinión de que las naciones-estado son un anacronismo. Afirma que las nuevas clases mundiales, todavía necesitan tener una sensación de comunidad e identidad basada en las etnias para superar la alienación de su discurso universalizador, técnico y científico; y critica lo que llama la falacia moderna de que las naciones-estado son sistemas de gobierno artificiales y temporales, escalas en la evolución hacia una sociedad global. Cree que el nuevo nacionalismo es la prueba de la persistencia de las etnias y ofrece un punto de vista positivo sobre el separatismo cultural, que considera una manera de cimentar las naciones-estado más firmemente en torno a una etnia dominante, al mismo tiempo que se les permite la adhesión a ideales cívicos. Puede ser que las nuevas identidades particularistas vayan a perdurar, que sean la expresión de un nuevo relativismo cultural posmoderno. Pero es difícil afirmar que ofrecen una base para los valores cívicos humanistas, precisamente porque no pueden ofrecer un proyecto de futuro válido en el nuevo contexto mundial. La principal implicación de la globalización es que la soberanía territorial ha dejado de ser viable. Los esfuerzos por recuperar el poder dentro de un ámbito espacial determinado sólo servirán para disminuir todavía más la capacidad de influir sobre los acontecimientos. Los particularistas no pueden prescindir de las personas con otras etiquetas; “ganadores y perdedores” se necesitan mutuamente y no pueden vivir aislados del mundo exterior.
Estamos en la sociedad del riesgo mundial; según Ulrich Beck nuestro lenguaje ha fracasado en la “misión” de informar a las generaciones futuras de los peligros que hemos generado en el mundo al servirnos de determinadas tecnologías. El mundo moderno incrementa al ritmo de su desarrollo tecnológico la diferencia entre dos mundos: el del lenguaje de los riesgos cuantificables, en cuyo ámbito pensamos y actuamos, y el de la inseguridad no cuantificable, que también estamos creando. Con las decisiones pretéritas sobre energía nuclear y nuestras decisiones presentes sobre la utilización de la técnica genética, la genética humana, las nanotecnologías, la ciencia informática, etc; estamos desatando unas consecuencias imprevisibles, incontrolables, incluso incomunicables, que amenazan la vida sobre la Tierra. El concepto de sociedad de riesgo mundial presupone que se toman decisiones y se intentan hacer previsibles y controlables las imprevisibles consecuencias de las decisiones que se toman como civilización. Lo novedoso es que nuestras decisiones como “civilización” desatan unos problemas y peligros globales que contradicen radicalmente el lenguaje institucionalizando el control, la promesa de controlar catástrofes patentes a la opinión pública mundial (como fue Chernóbil y ahora los ataques terroristas a Nueva York y Washington). La explosividad política de la sociedad de riesgo mundial se halla en que tiene su centro en la opinión pública mediática, la política, la burocracia y la economía, pero no necesariamente en el lugar del suceso. Beck apunta que existen 3 dimensiones en peligro: la crisis ecológica, crisis económica y el la “peligro terrorista” desde el 11 de septiembre. Estas tres dimensiones tienen en común un modelo de oportunidades y contradicciones políticas propias de la sociedad del riesgo mundial en una era en que la fe en Dios, la clase, la nación y el gobierno se desvanece, la globalidad conocida y reconocida del peligro se transforma en una fuente de compromisos que abren nuevas oportunidades de acción geopolítica. ¿Cómo es posible hacer política en la era de la globalización? Ulrich Beck apunta que el temor engendra una situación cuasi revolucionaria que, no obstante, puede aprovecharse de formas distintas.
En la sociedad del riesgo mundial el unilateralismo fracasa. La seguridad interior de los Estados no puede garantizarse siguiendo un camino nacional en solitario sino únicamente en el marco de una alianza global. El futuro de la democracia y la libertad sólo puede seguirse con el multilateralismo, a través de diálogos de cooperación y negociación. En el futuro coexistirán muchas modernidades: una modernidad china, rusa, sudamericana o africana que evidencian que en la sociedad del riesgo mundial el monopolio europeo de la modernidad está definitivamente roto. La modernidad se refleja como un intento de esbozar y probar “otras modernidades” que recurran selectivamente al modelo de la modernidad occidental. Beck también señala cómo el espacio cotidiano de experiencias de la “sociedad del riesgo mundial” surge de percibir la miseria de las consecuencias globales de nuestras acciones como civilización. Asistimos hoy en día, a lo que el autor denomina “muerte de las distancias” o sea el fin del monopolio estatal de la violencia en una civilización. La técnica genética, la tecnología de la comunicación y la inteligencia artificial, estrechamente entremezcladas además, burlan el monopolio estatal de los medios para ejercen la violencia y abren la puerta, si no se le pone un pronto “cerrojo” internacional eficaz, a una individualización de la guerra. La individualización de la guerra nos amenaza, pues el ciudadano tendrá que demostrar que no es peligroso, pues, en estas condiciones, al final cualquier particular resultaría sospechoso de ser un terrorista potencial. Todos tendrían que avenirse a ser controlados por “seguridad”, sin razones concretas. Así, la individualización de la guerra llevaría finalmente a la muerte de la democracia. Los gobiernos tendrían que unirse con otros gobiernos contra sus ciudadanos para conjurar los peligros que vendrían de estos y a la inversa; los ciudadanos contra sus gobiernos. Los atentados suicidas y los asesinatos masivos, no sólo han puesto al descubierto la vulnerabilidad de la civilización occidental sino que a la vez nos han dado una idea de la clase de conflicto a los que puede conducir la globalización. En un mundo de riesgos globales la divisa del neoliberalismo, a saber; sustituir la política y el Estado por la economía, pierde rápidamente poder de convicción. Estados Unidos, es una nación reacia a pagar el precio de la seguridad pública; privatizó la seguridad aérea, encargó a las empresas a tiempo parcial altamente flexibles -cuyos sueldos son aproximadamente de seis dólares la hora, incluso inferiores a los de las empresas de fast food-. Antes de recortar como protección contra el terrorismo los derechos fundamentales de todos los ciudadanos amenazando con ello el Estado de derecho y la democracia, debía haberse hecho algo más obvio: organizar y profesionalizar estatalmente la seguridad aérea. En este sentido es especialmente simbólica la privatización de la seguridad aérea en Estados Unidos. La vulnerabilidad de Estados Unidos frente al terrorismo es producto de su autocomprensión neoliberal, de la tacañería del Estado, por un lado, y de la tríada desregulación, liberalización, privatización, por otro.
En este sentido, las espantosas imágenes de Nueva York encierran un mensaje todavía no descifrado: un Estado, un país pueden neoliberalizarse a muerte, dice Beck. No obstante, la falsedad que se nos impone es que el modelo neoliberal también se impondrá después de los ataques terroristas porque “no hay alternativa a él. El neoliberalismo arrastra la mala fama de ser una filosofía para “los buenos tiempos”, es decir, si no surgen conflictos o crisis escandalosas. El imperativo neoliberal parte de demasiado Estado y demasiada política, de la mano reguladora de la burocracia son precisamente las causas de problemas mundiales como el desempleo, la pobreza global o los derrumbamientos económicos. El desfile victorioso del neoliberalismo se basaba en la promesa de que una economía sin ataduras estatales y la globalización de los mercados resolverían los grandes problemas de la humanidad y de que la liberación del egoísmo combatiría la desigualdad a escala global y propiciaría la justicia global. Pero esta fe de los fundamentalistas del capitalismo en la fuerza redentora de los mercados se ha revelado como una ilusión peligrosa. Es evidente que en tiempos de crisis el neoliberalismo no dispone de ninguna respuesta política, la amenaza terrorista vuelve a hacernos conscientes de que es imposible separar la economía mundial de la política. Sin Estado y sin servicios públicos, no hay seguridad. Sin impuestos, no hay Estado. Sin impuestos, no hay educación ni sanidad asequible ni seguridad social. Sin impuestos, no hay democracia. Sin opinión pública, sin democracia y sin sociedad civil, no hay legitimidad. Y sin legitimidad, otra vez, no hay seguridad.
¿Dónde encontrar, pues, la alternativa al neoliberalismo? De ninguna manera en el proteccionismo nacional. Necesitamos un concepto de política más amplio que sea capaz de regular convenientemente el potencial de crisis y conflicto de la economía mundial libre, y necesitamos comprender la sociedad burguesa y civil activa, los movimientos sociales que están tomando en sus propias manos esta transformación. La tasa Tobin sobre flujos de capital incontrolado, exigida por cada vez más partidos en Europa y el mundo entero, sólo es un primer paso pragmático. De repente, el antiprincipio del neoliberalismo, la necesidad del Estado vuelve a ser omnipresente y además en su más antigua versión hobbesiana: como garante de la seguridad. La economía tiene que establecerse sobre nuevas reglas y condiciones marco. A este respecto, la resistencia terrorista contra la globalización ha producido exactamente el efecto contrario al que se pretendía, ha dado paso a una nueva era de globalización de política y los Estados: la invención de la política trasnacional a través de la interconexión y la cooperación. La resistencia contra la globalización, voluntaria o involuntariamente, acelera el motor de la globalización. La globalización es un proceso ambivalente e irreversible. “sólo hay algo peor que ser arrollado por los inversores extranjeros, no ser arrollado por los inversores extranjeros”. Detractores y defensores de la globalización no sólo comparten los medios de comunicación, operan sobre la base de derechos globales, mercados globales, movilidad global, redes globales; actúan y piensan a partir de categorías globales, a las cuales dan publicidad y notoriedad globales con sus actos.
Beck señala pues, que es necesario unir la globalización económica a una política de entendimiento cosmopolita. En el futuro habrá que tomarse en serio la dignidad de los seres humanos, su identidad cultural, la “otredad de los otros”. Se perfilan dos tipos de cooperación transnacional entre Estados: los Estados vigilantes y los Estados abiertos al mundo. En ambos casos la autonomía nacional se reduce para renovar y ampliar la soberanía nacional en la sociedad del riesgo mundial. No obstante, existe la amenaza de que con este nuevo poder de cooperación los Estados vigilantes se conviertan en Estados fortaleza, unos Estados en los que la seguridad y milicia se escriban en mayúsculas y libertad y democracia en minúsculas. Ya corren voces de que las sociedad occidentales, acostumbradas a la “paz y el bienestar” carecen de un pensamiento amigo-enemigo lo suficientemente agudo y de la predisposición a sacrificar la preeminencia que poseía hasta ahora la maravilla de los derechos humanos frente a unas medidas de defensa imprescindibles. Este intento de construir una fortaleza occidental contra los culturalmente distintos es omnipresente y seguramente será progresivo en los próximos años. De ahí que pudiera ser la fragua de una política de autoritarismo estatal (étnico) que, puertas afuera, se adaptara a los mercados mundiales y, puertas adentro, se comportara autoritariamente. Para los ganadores de la globalización, el neoliberalismo es lo pertinente; para los perdedores de la globalización, así se aviva el miedo al terrorismo y lo extranjero y se inocula dosificadamente el veneno del racismo. Tal cosa equivaldría a la victoria de los terroristas, ya que los países modernos se privarían espontáneamente de lo que les hace atractivos y superiores: la libertad y la democracia.
Cuando se trata de combatir el terrorismo, la respuesta será un sistema de Estados cosmopolitas basado en el reconocimiento de la “otredad” de los demás. En definitiva, es difícil que los Estados nacionales cerrados exterior e interiormente estén a la altura de la fuerza explosiva de las identidades étnicas y nacionales solapadas y excluyentes. Los Estados cosmopolitas, en cambio, acentúan las necesidades de unir la autodeterminación nacional a la responsabilidad por los otros, extranjeros dentro y fuera de las fronteras nacionales. No se trata de negar o incluso condenar la autodeterminación, al contrario, se trata de liberarla de la estrechez de miras nacional y abrirla a los intereses del mundo. Los Estados abiertos al mundo no sólo luchan contra el terrorismo sino también contra las causas del terrorismo en el mundo. Obtienen y renuevan su poder de convicción de solucionar problemas globales candentes para la humanidad que una sola nación no parece resolver. De modo parecido a como la paz de Westfalia puso fin a las guerras civiles confesionales del siglo XVI, separando Estado y religión, la tesis es que podría responderse a las guerras mundiales (civiles) nacionales del siglo XX y en incipiente XXI separando Estado y nación. Los Estados cosmopolitas deberían garantizar; mediante el principio de la tolerancia constitucional, la coexistencia de identidades étnicas, nacionales y religiosas. En este sentido, se podría y debería repensar el experimento de la Europa política como un experimento de formación de Estados cosmopolitas. Una Europa cosmopolita de naciones consientes de sí mismas que extrajera su fuerza política de una lucha contra el terrorismo abierta al mundo podría ser, o llegar a ser, una utopía enteramente realista. Por supuesto, es posible prever, -y ya está ocurriendo-una nueva reafirmación de la política regional y local, una reivindicación de más responsabilidad democrática en dichos ámbitos. En un contexto mundial tienen que incluir un mayor acceso y una mayor apertura hacia los ámbitos mundiales de gobernanza y deben basarse en una mayor responsabilidad democrática para todos los habitantes del territorio en cuestión. Según Kaldor, en la actualidad el cosmopolitismo y el particularismo coexisten en el mismo espacio geográfico; el cosmopolitismo suele estar más extendido en el occidente y menos en el este, y el sur. No obstante, se encuentran ambos tipos de personas en todo el mundo.
Kaldor coincide con Beck en que se debe incidir en lo que podría calificarse como una conciencia política cosmopolita. Kaldor dice que esto no se refiere a una negación de la identidad, si no la celebración de las identidades mundiales, la aceptación e incluso el entusiasmo hacia múltiples identidad que se superponen y, al mismo tiempo, el compromiso de defender la igualdad de todos los seres humanos y el respeto a la dignidad humana. El término procede de la noción kantiana de derecho cosmopolita, que acompaña al reconocimiento de las soberanías separadas; es decir, asocia universalismo y diversidad. Lo que Anthony Appiah, afirma como “cosmopolita arraigado”, es decir, “apegado a un hogar propio, con sus propias peculiaridades culturales, pero que disfruta de la presencia de otras personas diferentes”. Kaldor distingue el cosmopolitismo del humanismo “porque el cosmopolitismo es sólo el sentimiento de que todo el mundo es importante”. El cosmopolita celebra el hecho de que existen formas locales y diferentes de ser humano; mientras que el humanismo, por el contrario, concuerda con el deseo de homogeneidad mundial.
Se pueden identificar dos posibles orígenes de la conciencia política cosmopolita. Uno que podría denominarse cosmopolitismo desde arriba; que se encuentra en las numerosas organizaciones internacionales y el otro origen, es el que podríamos denominar cosmopolitismo desde abajo; los nuevos movimientos sociales de los años ochenta y que han pasado a llamarse ONG en los noventa. Esta nueva forma de activismo se ha ido desarrollando desde principios de los años ochenta, fundamentalmente como respuesta a los nuevos problemas mundiales. Son movimientos distintos de otros movimientos sociales anteriores y no encajan en una división “izquierda-derecha”si no que se preocupan por nuevos problemas como la paz, la ecología, los derechos humanos, la relación entre sexos y el desarrollo. Suelen tener una división horizontal y no vertical y resultan más eficaces en el ámbito local o transnacional. Durante los años noventa se han hecho cada vez más individualistas y tienden a ser escépticos en política. Sus acciones suelen ser simbólicas o espectaculares; términos como “antipolítica”, “autoorganización” y “sociedad civil” expresan su rechazo a las formas políticas convencionales. Los peligros de la sociedad del riesgo mundial también son una fuente de movimientos sociales activos a escala global y local, movimientos que pueden poner en marcha un cambio social que es necesario.



Marisa Contreras

30.01.10